Afuera los rayos sesgan el cielo oscuro y húmedo, cargado de lluvia y yo sólo soy capaz de echar en falta a eme, sus ojos verdes y sus recovecos, los pliegues de la piel. Ochocientos kilómetros son demasiados para recorrelos con la cabeza, en un interminable plano aéreo desde el mar Cantábrico hasta algún lugar de la provincia de Badajoz rodeado de campos y olivos, con casas bajas en las que no se cierra la puerta de día y con gentes que se conocen desde antes de la guerra. Recorrerlos para aparecer a su lado por unas horas y apartar tantas ganas y todas las historias que, sin quererlo, he ido reservando para desgranarlas lentamente cada noche, tratando de vencer al sueño durante un rato más, sólo hasta que ella no puede mantener abiertos los párpados y emprendemos el camino de la cama.
A veces lo consigo y sueño que pasamos la nochevieja juntos, por fín, tres años después y que todo son risas y abrazos, pero todo queda en nada, en humo, se convierte en un telón que impide recordar con nitidez y saber qué era, de todo lo soñado, cierto y qué no lo era, para trazar la línea de la cordura y para saber por qué, tras soñar con su mirada, cercana y brillante, me despierto vació en mitad de una cama inmensa y fria, otro día de Año Nuevo.
eme