Te dan un mono de camuflaje, una máscara protectora con gafas de ventisca y una marcadora de pintura. Te dicen que nunca, bajo ninguna circunstancia, te debes quitar la máscara en el terreno de juego, si aspiras a conservar ambos ojos, ni tampoco disparar a los árbitros. Luego, alguien cuenta hacia atrás desde tres y el resto sólo es pintura volando a tu alrededor mientras te arrastras por el suelo y maldices al tipo que tienes enfrente, agazapado entre la hierba alta y amarilla porque no le ves y tampoco le puedes eliminar.
Ayer jugué mi primera partida de paintball, esa especie de counter night en vivo y donde puedes joderte el hombro y un pulgar en el intento de no parecer demasiado patético ni torpe. Ayer jugué mi primera partida de paintball y fue divertido, estimulante, frenético y un ligeramente frustrante cuanto conoces de primera mano el fuego amigo. Creo que podría acostumbrarme a pasar un sábado al mes dando botes y arrastrándome por el suelo entre hierbas y parapetos e, incluso, que podría ser adictivo.
Después de semejante experiencia y, cómo diría Quevedo, sólo nos queda batirnos.