Este ha sido un fin de semana diferente, largo y movido. Comenzó el jueves cuando eme y yo decidimos hacer croquetas a las ocho de la noche y pensando que no nos llevaría más de tres cuartos de hora. Craso error. Tras más de dos horas de pie, bregando con las jod**** croquetas que nos habían salido blandas (como siempre), embadurnándolas de un mar de pan rallado y hastiados de tanta masa, huevo batido y harina, nos dimos por vencidos, cerramos el restaurante y cenamos una pizza. Güelita, tienes que decirme como coñ* haces las croquetas…
El viernes tocó cena con los compis del trabajo y no estuvo nada mal. Acostumbrado a ver a la misma gente, siempre vestidos de la misma manera, encontrarse con una banda de camisetas y vaqueros fue un verdadero alivio. Al final, lo de siempre: cena copiosa, cava, café, botellón y chiringuitos. Lo más divertido fue, sin dudas, el botellón porque todos los institutos de Mérida habían celebrado la graduación de los elementos de cuarto de la ESO ese mismo día y aquello estaba lleno de niñatos (y niñatas, maldita ley de género) vestidos como para una boda y borrachos, borrachos como si el mundo se acabase al dar las seis de la mañana.
En el norte, arriba, el botellón no se practica. No es que seamos muy señoritos (creo que todo lo contrario), sino que tenemos otras ideas, otra manera de hacer las cosas. Por estas latitudes, meterse en un tugurio a las dos de mañana, con treinta y cinco grados afuera es, simplemente, un acto de valentía y pundonor. Además, quien paga cuatro y cinco jiuros pudiendo pagar dos…
Y ya como colofón a las fiestas patronales de San Curro, unos pocos flipados nos fuimos a montar en cart, kart o como se escriba (kart a partir de este punto). ¡Fue genial! Sólo éramos cinco y teníamos quince minutos, pero hubo de todo, miedo escénico, descontrol del coche, adelantamientos limpios, y sucios, pasadas de frenada y choques con abandonos.
Al final, de los cinco quedé en tercer lugar, lo cual le sienta bien a mi ego.