Ese mismo día, a la una, reunión urgente con mi jefe. ÿl estaba levemente aturdido de mis prisas y mis modales y no tenía ni idea del porqué de mis ganas de salir corriendo, así que empecé yo.
— Charles, colega, ¿sabes contar? ¡Pues no cuentes conmigo! En quince días me largo, lejos, muy lejos, a un trabajo de verdad.
Charles Brown, mi jefe, era un superviviente nato. A su edad, la colección de cadáveres del armario ocupaba más que la vergüenza y ya no se molestaba en disimular el olor. Su nula capacidad de respuesta a los problemas le estaba dejando sin gente a la que condenar y, sin embargo, no dejaba de subir en el escalafón. Durará siempre, siempre estará en esa silla o en una más alta, pensé con pena.
— Vaya putada, no sabía nada de tus ganas de irte, me duele por el proyecto, pero me alegro por tí, érais el mejor equipo, espero que no sea una venganza hacía la empresa, bla, bla, bla…
El señor Brown tenía el discurso de las despedidas tan interiorizado que se lo declamaba a la señora Brown cuando ésta le comentaba que no les quedaba ni una pizca de sal.
Por la noche, sin pausa y con el mismo traje que había llevado los últimos tres días salí de copas con mi compañero de curro y me desperté al mediodía siguiente, en su sofá, con pocos recuerdos y con su gata sobre la barriga.
Esta vez, compañero, las copas las pago yo. ¡Felicidades!