Dejé de ir al cine asíduamente hace cosa de dos o tres años, en una época en que todavía no había crisis en ese sector, tras años de fidelidad. Lo hice, además, a conciencia, hastiado de los precios altos, la ínfima calidad de lo proyectado y el ambiente en que había que moverse para pasar hora y media ante en la sala. Antes del parón, el cine era una salida a lo cotidiano, una vía de escape que enseñaba las aventuras y ocurrencias de otra gente y que conseguían hacerme sonreir y vivir mil vidas. Un brillante juego de luces y espejos. Al final, la parte divertida fue perdiendo forma, desvirtuándose, para convertirse en una rutina más.
Desgraciadamente, los cines pequeños, familiares, clásicos, están desapareciendo, engullidos por las grandes franquicias que sólo emiten las películas de su distribuidora, de dudosa calidad a precios exhorbitados. En la mayoría de las ocasiones, la película en cuestión será un remake, un refrito o una adaptación de otra película, clásica o no, de más de veinte años de antiguedad, por aquello de la memoria y la vergüenza. La sala será, probablemente, más cómoda y con más adelantos que la sala de un cine pequeño, más ajada y destartalada, más incómoda y donde nunca te librabas del complejo de ser una sardina enlatada. Aunque pronto queda eclipsado por dos factores: el aire acondicionado o la calefacción, excesivos en cualquier caso y época del año y el volumen. Admito que tengo mis manías y ésta es una de ellas pero, de ahí a levantarse con un dolor de cabeza porque ponen el mismo volumen cuando la sala está llena y cuando hay dos personas, va un trecho. De la fauna que habitualmente puebla estos sitios, prefiero no generalizar demasiado porque los esquivo más que a las películas de Ashton Kutcher y no tengo más datos que unos cuantos clichés manidos, palomitas incluídas.
Este fin de semana pasado, eme y yo volvimos a pisar una sala de cine. La cabra tira al monte, supongo y elegimos Juno, entre toda la morralla de la cartelera. Aunque no es una historia muy original ni fácil de contar, el embarazo de una chica de dieceis años, la película lo solventa con elegancia y buen ritmo. Contada en un tono intimista y cercano, sin alardes ni grandes despliegues técnicos, Juno me gustó por su sencillez y por una increible Ellen Page que le da a la historia el carisma y la convicción necesarias.
Del guión me gustaron, sobre todo, la coherencia en las conversaciones de los protagonistas, con giros adolescentes y lógicos para la edad, los lugares comunes con los que se comunican niños y mayores, como la música y el cine y que carece de moralina. Esto último lo valoro bastante porque, personalmente, me gusta sacar mis conclusiones y que no me las impongan a modo de resumen en los últimos minutos de película.
Juno es, como decía, una película alegre, vitalista y optimista, con momentos de humor y otros más dramáticos, a pesar del tema tabú y delicado que toca. La banda sonora, por ejemplo, la componen, en su mayoría, piezas de guitarra y voz muy suaves y sugerentes o pequeños dúos con guitarras, a modo de reflejo de lo que ocurre en la pantalla.
Concluyendo, que me ha gustado mucho y que la recomiendo con creces, que para haber tardado tanto en volver, dimos de lleno con la película y que Ellen Page se merecía el Oscar (dicho sin haber visto a las demás nominadas, claro).
2 ideas sobre “Juno: cuando las niñas ya no quieren ser princesas”
Me han hablado muy bien de esta película, creo que al final iré al cine a verla en lugar de pedirsela a la mula.
Merece la pena desde los títulos de crédito. Yo más no puedo decir 😀