Es martes y como todos los martes de los últimos dos meses, la gente de la empresa cambiamos corbatas por playeros y nos vamos a pegarle patadas a un balón, porque no es sano estar todo el día sentado y a la gresca con los ordeñadores y sin moverse. A pesar del frio y de que anochece pronto, nos armamos de valor y nos plantamos en la pista, pero sólo éramos seis así que miramos alrededor y aparecieron cuatro niños de no más de doce años que no dudaron en unirse al grupo. La hecatombe.
Fue un retroceso, un flash-back de un puñado de años hasta el patio del colegio a eso de las once de la mañana, con niños corriendo, gritando y siguiendo al balón o, más precisamente, al rubio que la tenía soldada a los pies y que sabía exactamente lo que hacía. Esta tarde me he pasado dos horas tratando de parar a un retaco de no más de un metro veinte de alto y cuarenta quilos y reconozco que lo hacía desde la más profunda de las envidias, no ya por la capacidad de estar corriendo sin descanso (juventud, divino tesoro), sino porque nos llevaba y nos traía como a él le venía en gana, con arte y oficio.
Lo mejor, como en la ópera, llegó al final cuando se decidió jugar un triangular porque éramos ciento y la madre en la pista y claro, los tres mejores jugadores eligieronâ?¦ ¡y volví a estar apoyado en una valla esperando a que alguien me señalase con el dedo! Afortunadamente, esta vez sabía un poco más de fútbol que antaño y además, el balón era mioâ?¦
Por mis muelas que no vuelvo a jugar con alguien que pese menos de sesenta quilos.