El sábado pasado se casaron Mari Ángeles y Alberto, buena gente, simpáticos, amigos de eme (yo los conocía de un botellón) y nos fuimos todos de boda. En líneas generales estuvo bien (salvo ciertos pequeños detalles de la cena) y terminamos tarde, riendo y bailando (algunas más que otros), como la ocasión merecía. Lo que me llamó la atención fue otra cosa, otra actitud. El cura, por más señas.
Admito que hacía cuatro años que no pisaba una iglesia, que hacía seis que no acudía a la celebración de una boda (soy más de «te espero en el bar de enfrente«), que, por más que lo intento, siguen sin agradarme ni complacerme las bodas, bautizos y comuniones y, sobre todo, que sigo pensando en rojo, curas al paredón y todo eso.
Para empezar, tuvimos la versión larga de la boda, con una homilía de veinticinco minutos sobre un total de una hora. Tengo que reconocer que es mucho más llevadero que las bodas en el ayuntamiento, porque aquí haces deporte: ahora de pie, ahora sentado, ahora de pie, ahora de rodillas (sólo para gente muy devota), ahora de pie, etc…
Pero luego llegó lo bueno. En plena el homilía, el señor párroco sacó la artillería y cargó tintas contra los diversos planes del gobierno (que han generado campañas de la iglesia en contra), contra los matrimonios civiles, contra aquellos que, siendo católicos se casan por lo civil, contra los que viven juntos… Todo ello amenizado con unos posters titulados «Rema mar adentro» que, no sé por qué, me recuerdan demasiado al cartel de la película de Amenábar. Me dió la impresión de estar asistiendo a una rueda de prensa de la conferencia episcopal, con sus mensajes y sus consignas.
Al final, me dije, debo ser un tiquismiquis de cuidado. Sólo es una boda y el cura tiene derecho a decir aquello en lo que cree. No dejan de ser su iglesia, su púlpito y su rebaño. Estaba claro: el que sobraba era yo.