5 He aprendido a desconfiar del estilo, que cuando no es sino el sonido singular de la propia voz puede convertirse en una colección de muletillas, automatismos y parodias de lo que uno mismo ya ha escrito.
12 He aprendido que los únicos estimulantes que necesito para escribir están dentro de mí mismo, en la orgía electroquímica de los neurotransmisores que combinan súbitamente imágenes del recuerdo o de la fantasía en un sueño lúcido. Por comparación con esa efervescencia el efecto de cualquier droga, de la nicotina o del alcohol es una bagatela, un gasto inútil de energía física y mental.
18 He aprendido a convivir con la inseguridad y con el desaliento, con la incertidumbre irremediable sobre el valor de lo que he hecho, con la vulnerabilidad ante los juicios negativos y la sospecha de que puedan ser menos infundados que algunos elogios.
Y así, hasta veinte pequeñas lecciones aprendidas en otros tantos años de oficio. A eme no le agradan demasiado las novelas de Muñoz Molina, y siempre argumenta que son largas, que se le hacen pesadas de leer. Yo, afortunadamente, hago de esa debilidad un punto fuerte. Y no niego que, desde fuera, la primera impresión tiene más que ver con la densidad y longitud de sus frases, que con la profundidad de las historias y personajes.
Desde que cayó en mis manos El jinete polaco, la primera que leí de él, mi fascinación por este autor ha ido subiendo de forma exponencial. Después de aquel libro, que me enseñó el clima asfixiante y opresor de un pueblo andaluz durante los años sesenta, siguieron los demás, como siempre que me veo deslumbrado por algún autor.
Hace poco descubrí con agrado que, además de los artículos en periódicos, Antonio Muñoz Molina también escribe en su página web, a diario y me ha reconciliado con el viejo oficio de articulista.