Empiezo a estar mucho más que harto de la forma en que se conduce en esta ciudad y, sobre todo, de lo susceptible de mucha gente, defendiendo las patadas bajas al código de circulación como si del honor y la honra de sus hijas se tratase.
En esta ciudad, los semaforos son adornos navideños, incluso en agosto, las señales verticales forman parte del mobiliario urbano, como las farolas y las señales horizontales son grafitis que alegran la vista. Sino, no me explico porque se aparca en rotondas, carriles de incorporación y segundos carriles de la misma vía, porque las direcciones prohibidas se convierten en obligatorias, por obra y gracia de algún avezado pisapedales y porqué en la rotondas, lo suyo es salir trazando una tangente perfecta desde el carril más interior al más exterior, en menos de 5 metros y sin que tú, pobre infeliz, que vas por el carril central, los entorpezcas. También está escrito (no sé donde) que los intermitentes, esas cosas que van a los lados de los coches sólo se usan para marcar el ritmo de la música que escupe la radio y que cuando llueve, lo suyo es pisar el freno en las rectas, entre otras lindezas.
He conducido por media España y, sí, cada ciudad tiene sus pequeñas normas que hay que contemplar. Normas no escritas, pero respetadas y acatadas porque, entre otras cosas, no escupen al código de circulación, pero aquí no hay normas, no hay código ni nada parecido. Así que, cansado de que me tomen por gilipollas, he decidido combatir el fuego con fuego y me dedico a aparcar incorrectamente, a conducir de forma temeraria, a pitar a todo bicho viviente que se ponga a tiro y a enseñar mi bonito dedo corazón a todos aquellos que, de una u otra forma, se pasan el código de circulación por el arco del triunfo en mi presencia. Es cierto que luego tengo que salir corriendo, pero ¡es tan gratificante! Si no puedes con ellos, ¡¡llévatelos por delante!!
he dicho.