Nadie en el mundo sospechaba que un ser humano grande, junto a su hijo pequeño, podía sentarse a ver unos dibujitos amarillos y disfrutar (ambos) como un cerdo y un gorrino, respectivamente. No había nacido una nueva serie: había nacido un género de ficción. Algo que ya no podría morir y que, de a poco, comenzaba a ser patrimonio de la cultura universal. Como el cuento de detectives y su lector. Porque en 1989 nacía también el espectador adulto que ve dibujos animados sin culpa ni vergüenza. Una actividad hasta entonces clandestina que sólo se permitían los frikis, los japoneses y los enfermos mentales.
Matt Groening nos enseñó a ser otra clase de televidente: más exigentes, más necesitados del humor sutil, mejor preparados para la barrabasada y el delirio. No son sus personajes los que decaen, sino nosotros quienes hacemos a un lado una época maravillosa para buscar el recambio y poder crecer ?también? como espectadores.
¿Homer perdió la gracia o nosotros la inocencia?, Hernán Casciari, desde Espóiler.
Hemos perdido, definitivamente, la inocencia. Pero independientemente de las casi veinte temporadas de los Simpsons, de las horas de risas a borbotones que provocaron y, aún hoy, provocan, cada vez que en Antena3 se equivocan y ponen un episodio nuevo de la serie, entonces, por obra y gracia del señor Groening, todo vuelve a ser como antaño, como hace casi veinte años, cuando te quedabas embobado y feliz mirando la cabecera y la escena del sofá más famosa desde Zorrilla, esperando algo nuevo, alguna salida de tono que te arrancase una carcajada. Y nunca falla, el que primero se rie nunca tiene la piel de color amarillo.
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