Hoy Mozart habría cumplido 250 años. Ahí es nada. Desde pequeño he escuchado música clásica y a los clásicos (no es lo mismo, mira, por ejemplo, Il Divo) y me encantaba. Recuerdo fines de semana en casa de mi abuela, a quien la música amansa, ayuda y acompaña, dándole la vuelta a los discos continuamente, aprendiendo a manejar el tocadiscos con muchas ganas y poco tacto. De hecho, ese aparato era lo único de la casa que los niños teníamos vedado y es posible que tuviese razón porque todavía (me) recuerda el disco en que Machín canta tartamudo y repetitivo gracias a un servidor.
También recuerdo los primeros años del instituto cuando la profesora de música colaba a mi abuela en los conciertos de la OSPA, haciéndola pasar por profesora. O el ruido que hace un walkman Aiwa al caer desde lo más alto del teatro de la Universidad Laboral con una cinta de Mc Hammer dentro, rebotando en mitad del Carmina Burana, hasta llegar abajo.
En ocasiones, sin quererlo, me descubro tarareando una parte de La flauta mágica o del Concierto de Aranjuez de Rodrigo, que no sé si entra en la misma categoría, pero que me ayudó un curso entero a estudiar historia y, desde entonces, desde 1992 no consigo separarme de ellos, no logro quitármelos de la cabeza.
Creo que ya he dicho en varias ocasiones que carezco por completo de oído y sentido del ritmo, que mi experiencia (traumática) musical se reduce a los tiempos del recreo, la nocilla y la flauta dulce pero también he aprendido que Mozart era un genio, capaz de llenar el aire de color sin más compañía que un violín y de sumirte en una angustia profunda y vital, sin salida, con los primeros movientos de un Requiem.
Y ya que estamos, Mozart, ¿no podrías hacer que sonase la flauta mágica cuando corrigiesen mi exámen de álgebra?
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