Después de cinco días dando tumbos por aquí, llega un momento en que uno pide, suplica, un poco de tiempo, no mucho, unos minutos, una hora si puede ser, para hacer nada, para dar vueltas con la cámara de fotos en ristre, fabricando recuerdos a golpe de clic. Eso he hecho hoy.
Después de una deliciosa sidra en un merendero y cuando todo el mundo se retiró a sus quehaceres, yo me subí a un monte, a Deva, a sacar fotos a Gijón, a un Gijón azul y bonito, iluminado debilmente y con un cielo límpido y rosa.
Después, más tranquilo, cené una hamburguesa en los Vikingos, mirando al mar y a la noche y me fui a la playa. Mucha gente no lo sabe, pero el mejor momento para andar por la playa es cuando amanece o cuando es de noche. Son instante mágicos.
Por norma general, el ser humano es ambicioso y olvida muy fácilmente que el placer de la vida está en las pequeñas cosas, en las tonterías que, al cumplir años, relegamos al fondo del cajón con la excusa de que los adultos no hacen el tonto. Nos equivocamos. Yo hoy me reencontré con uno de los mayores y más pequeños placeres que conozco: pasear por la playa de noche, con buena música. En la iPod sonaba Sabina, Fito y los Fitipaldis, Héroes y alguno más que no recuerdo y, entre todos, ponían música al movimiento de las olas. Sólo faltaba eme corriendo contra la marea y escribiendo su nombre en la arena, saltando nerviosa y juguetona.
Este post está dedicado a vosotros, gentes de muy variado pelaje, que teneis una playa al lado de casa y no conoceís el placer de pasear de la mano de la única persona importante en este sucio mundo, mientras la arena juega a hacer carreras entre los dedos de los pies. Yo, desde la distancia, estaré anhelando volver a jugar con las olas.