¡Madita sea, Al! Morirse no entraba en el trato.
No nos conocimos nunca y, sin embargo, ha sido una de las pocas personas a las que he rendido un homenaje sincero intentando de imitar su estilo al escribir. Ayer murió José Luis Alvite y, con él se va todo el universo que construyó en ese sitio llamado Savoy y que tantas horas de entretenimiento ha brindado.
Ese mundo, descarnado, canalla y de otra época, poblado de perdedores en horas bajas y metáforas crudas fue el refugio perfecto durante mucho tiempo. Ya fuese a través de la radio, donde empecé a escucharle y seguirle o mediante las columnas diarias que publicaba en varios periódicos, sumergirse un rato en sus textos era uno de los mejores momentos del día. Simplemente, todo alrededor se desvanecía entre el humo del tabaco y los gorgoritos de las coristas y podías conversar con Chester Newman o Ernie Loquasto, mientras de fondo escuchabas la inconfundible cadencia del disparo de una automática del calibre 42.
No extrañará saber que, desde aquellos días, conseguir esas ensoñaciones en apenas trescientas palabras ha sido uno de mis objetivos.
Hace años que Jota, folixeru y yo tenemos un blog, Historias del Savoy, en el que tratamos tratábamos de imitar su estilo al escribir, copiando sus metáforas, su estilo y sus personajes. Surgió de la común admiración por sus textos y nunca pretendimos que pasase de ser un sentido homenaje a través de la copia burda y de trazo grueso. Nos sirvió para darnos cuenta de lo complicado que es hacer ese tipo de literatura y para admirarle un poco más, si cabe.
Como despedida he elegido el texto que escribí para las Historias del Savoy del que más orgulloso me siento.
Cuando Ernie Loquasto abrió las puertas del Savoy, soñaba con una clientela distinguida, gentes de la alta sociedad que únicamente torcían el gesto al encontrar muy seco su Dry Martini. Años después era él quien torcía el gesto al ver desfilar por su local a esa clase de tipos que sólo celebran el día de la madre cuando cae en miércoles y que siempre son capaces de ver el lado bueno de un balazo a quemarropa. Siendo sinceros, los tipos que cada noche llenan el local de Ernie no suelen ser del tipo de gente que cambia mucho, ni de bar, ni de agente de la condicional y, quizá por eso, la clientela se mantiene tan fiel como el terciopelo que oscurece las paredes. Tal y como lo definió el periodista del Clarion Chester Newman en un brillante artículo, el Savoy es ese tipo de lugares donde el barman, con infinita elegancia, deja sobre la mesa un whisky, el teléfono del sepulturero de guardia y la dirección de la salida trasera más próxima.
Los chicos del Savoy no son de mucho hablar y es normal pasarse las noches sentado, bebiendo y sin despegar los labios, excepto para sentir el frío saludo del licor mientras adormece la garganta y embota el cerebro, pero ni es esa situación, con el calor seco que deja el último bourbon, es normal ver a alguien hacer un comentario. Por eso Jack Sullivan, Sully, nos dejó perplejos una noche del 76 cuando comenzó a hablar en voz alta, sentado en un taburete de la barra, departiendo tranquilamente con alguien situado un palmo más allá de su mirada perdida. Sully había sido teniente en Omaha Beach y, por lo visto, eligió aquella noche de febrero para contar todo cuanto recordaba del desembarco y del miedo que nos hace a todos iguales, mientras se trasegaba reposadamente su whisky sin hielo y justo antes de caer desplomado sobre la barra, víctima de un aneurisma.
Nadie acudió al entierro porque a Sully no le habría gustado, pero durante la copa de despedida en el Savoy, Chester Newman, quien había cubierto el desembarco, dijo que el relato del difunto era tan real que, tras cinco bourbon, la saliva aún le sabía a esa mezcla de sangre y orina tan típica de la costa norte francesa y sentía ese extraño hormigueo en las piernas que le anunciaban que era hora de volver a correr los cien metros lisos, como antaño, frente a las ametralladoras, en aquella barraca de feria con arena, donde a cada infante se le daba, antes del desembarco, la extremaunción y el dorsal con su número de féretro.
Algunos años después, hablando con Al de Sully durante una pegajosa madrugada de verano, Al me miró fijamente y me dijo, muchacho, puede que Sully terminase sus días tratando de levantar la barbilla del barro entre copa y copa, pero nadie corría más rápido que él y en la playa, en aquella picadora de carne y metal amenizada con música de Wagner, maldita sea, Sully dejó atrás a su propio miedo y su sombra le perdió de vista durante media hora, en cuanto media docena de balas del calibre cincuenta y dos silbaron junto a su cabeza, anunciandoles la cena a los buitres de St. Laurent sur Mer.