somos animales – El sueño del mono loco
El sueño del mono loco Saliva, cinismo, locura, deseo…

somos animales

Sólo cuatro letras para comentar la experiencia vivida ayer, cuando eme se empeñó en ir a la inauguración de un supermercado de esa cadena, cuyos anuncios son un cruce entre la pesadilla de un matemático y un mal viaje de helio. Como no podía ser de otra forma, el sitio estaba hasta la bandera, señoras de todos los gustos y volúmenes campaban a sus anchas, señores recien salidos de la siesta ojeaban la sección de ofertas y, si eso, pegaban algún codazo para llegar hasta alguno de los árboles de plástico y navidad expuestos, niños llorando, chillando y corriendo (cosa que no me explico si apenas se podía caminar), madres con carritos de bebé que te atropellan sin disimulo mientras el retoño enarbola una sonrisa de medio lado a lo Farruquito, en fin, lo que viene siendo normal en estos casos. Unos venden lo de siempre a un euro menos y otros enloquecen porque es el chollo de su vida.

Estábamos, decía, observando por lo único interesante del recito, unas teles TFT de 37 pulgadas, grandes como mihuras, cuando una avalancha de gente se nos echó encima y nos arrinconó contra los aparatos. Medio atontado escucho una voz femenina gritar que esas televisiones no se venden, que deben esperar al carro con el palé de las que están en venta y la marabunta se relaja. Viendo por donde iban los tiros, interrogué a eme con la mirada y mi ‘qué te parece si nos vamos, esto está feo‘ obtuvo una caida de ojos que sólo podía significar ‘me alegra que me hagas esa pregunta…‘, así que salimos de allí esquivando un par de coches de bebé (patada a la señora y punto para mí) y a una abuela con un carro de la compra que padecía overbooking.

No habíamos llegado a la salida cuando escuchamos un barullo a nuestras espaldas. Habían llegado el palé con los televisores. Una veintena de personas, señores con cara de pocos amigos y menos prejuicios, seguían a la tipa encargada de transportar las teles que lucía su mejor cara de preocupación. Llegó al expositor, descargó el palé, sacó la máquina y entonces, sólo cuando ella se hubo retirado, se abrió la veda. Fue, muchacho, como los mejores documentales de hienas en el Serengueti, máxime cuando la señorita del transporte ni tan siquiera se molestó en quitar el plástico que daba consistencia a la torre de cajas azules. eme estaba horrorizada, viendo cómo las hienas se habrían paso a hostias hasta el plástico, lo rompían con sus propias manos y luego, codazo va, codazo viene, cogían una de las ocho, quizá diez televisiones y levantándola en vilo sobre su cabeza, salían del barullo esgrimiendo una sonrisa de depredador, de sed de sangre saciada. Eso mismo fue lo que yo ví cuando la turba nos arrinconó contra el expositor, reflejado en los ojos sanguinolentos de un par de hienas que tenía cerca.

Al final, salvos, pudimos salir de allí aprovechando que hasta diez minutos después no habría una nueva remesa de televisores y las fieras estaban, más o menos, tranquilas.

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