Era un sábado de julio. Hacía poco que habíamos terminado los exámenes en la facultad y habíamos decidido irnos a la playa a tomar el sol, a comer un bocata y a bañarnos en el mar. Un poco antes de las cinco de la tarde, por megafonía, anunciaron que habían asesinado a Miguel Ángel Blanco y nada en aquel fin de semana volvió a ser normal. La gente en la playa comenzó a irse a pesar del buen tiempo, de sol y calor. Nosotros nos fuimos media hora después del anuncio, callados y cabizbajos, a una manifestación en la Plaza Mayor, frente al ayuntamiento. Nadie hablaba, algunos lloraban pero las caras denotaban rabia y dolor. No había mucho que decir.
Anoche emitieron un reportaje en la televisión sobre aquellos días, sobre un asesinato brutal y premeditado y, al ver las imágenes de las manifestaciones, los gritos y las lágrimas, las manos blancas, he revivido todo aquello como si no hubiesen pasado diez años, como si la rabia no se hubiese diluido en el tiempo. El nudo en la garganta con que vivimos aquellos tres días de julio resurgió de la nada y se acomodó, por unos momentos, en su sitio y, junto a él, el sabor a mierda en el paladar y la desazón de saber que poco ha cambiado. Unos, los de las pistolas, siguen en su sitio, con su estúpida guerra santa y otros, los que encajan balas, esquivan cada mañana los miedos para poder salir a la calle.
Sólo fueron tres días de julio en 1997 pero aquellas balas se llevaron por delante una vida y todo el silencio guardado durante años, convirtiéndolo en rencor y odio. Todavía me estremezco al recordar una manifestación en el País Vasco en la cual, al terminar, los ertzainas se quitaron los pasamontañas con que se tapan la cara. Aquí estamos, parecían decir. Con dos cojones.
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