Este fin de semana nos lo hemos reservado eme y yo para realizar un pequeño viaje a Lisboa. Desde hace tres años, los reyes majos nos traen un único regalo para los dos, normalmente un viaje. No es nada espectacular (salvo una vez en Granada), solemos elegir un destino cercano para no hacer muchas horas de coche y siempre vamos con el LED de turista activado. Si conocemos el lugar, nos dedicamos a callejear y pasear y, si no lo conocemos, paseamos y callejeamos, visitando los sitios más típicos. Por supuesto, no descuidamos la gastronomía, que es la forma elegante de decir que nos ponemos hasta los ojos con las viandas típicas de la zona.
Tratamos de hacer de esos días un fin de semana para nosotros, alejados de Mérida, de las rutinas diarias, de los horarios. Intentamos, sencillamente, tener algo de tiempo para gastar juntos, una actividad verdaderamente complicada cualquier día laborable y algunos fines de semana. Y son buenos esos instantes, paseando por alguna de las calles del centro de una ciudad que no es la tuya, comentando cualquier cosa insignificante que nos haya llamado la atención, buscando ángulos para disparar la enésima fotografía del día.
Creando complicidad, que falta hace. Son los días que recordaremos cuando la realidad, obstinada, se imponga. Porque lo hará. Mientras tanto, estaremos en Lisboa.