Ayer, mientras volvía del pueblo de eme en tren, me entretuve viendo Entre copas en el portatil y así, el viaje de dos horas sólo duró hora y cincuenta minutos. ÿltimamente viajo en tren hasta el pueblo y cambio los ciento treinta quilómetros por una hora más de viaje y un 16% de IVA que le mete Renfe. Me gustan los trenes desde que era un retaco, pero les cogí un poco de manía el año que me pasé usándolos diariamente para ir a trabajar. Levantarse de la cama nunca ha sido plato de mi devoción y tener que hacerlo dos horas antes para poder llegar al tajo me parecía (y me sigue pareciendo) un abuso.
Pero estas ocasiones son diferentes. Para empezar sólo son los fines de semana, viernes y domingo, cuando uno lleva toda la semana a cuestas y con la perspectiva de hora y pico de carretera por delante. Entonces sí, parece que el buscar un sitio debajo del chorro del aire acondicionado y sentarse a ver pasar los postes de la luz, mientras un alegre maquinista te lleva hasta tu destino, cobra otro cariz y te abre un mundo de posibilidades. Es mi pequeño descanso antes del fin de semana y aprovecho para leer, para escuchar música tranquilamente o para ponerme al día con las películas pendientes.
A Entre copas le tenía ganas y, por supuesto, no me defraudó. Narra las peripecias de un par de amigos que, ante la boda de uno de ellos, se van al sur de California a pasar una semana entre copas, viñedos y golf. Son un escritor de novelas divorciado que no ha conseguido despegarse de la sombra de su exmujer y un actor a punto de casarse con ganas de apurar la soltería y talento para hacerlo. Lo que uno sabe de vinos y uvas se lo cambia al otro por un poco de vida, de juerga y de diversión.
En un momento, Miles, el escritor divorciado maldice su suerte por ser un perdedor (en el sentido yanki de la expresión, es decir, por no salir regularmente en la tele), por no haber hecho nada en la vida. Siempre he sentido cierta empatía hacia estos personajes en parte porque me resultan más creibles que los eternamente felices, contentos con su pellejo y que, casualmente, son brokers de éxito en Wall Street. Los segundos no resultan convincentes, no llegan, por lo menos a mí, y me parecen fríos y superficiales.
Sin embargo los derrotados y los perdedores tienen un poso amargo y triste que me resulta familiar, que me agrada por conocido y, en ocasiones, disfrutado. Y han sido muchas, porque historias en las que alguien pierda hay muchas (son casi ilimitadas, exactamente igual que la capacidad del hombre para joder algo) y estamos rodeados por ellas. Además, donde verdaderamente se aprende es en el fondo del pozo, entre el barro y la mugre, mirando hacia arriba y deseando no estar donde estás, sino diez metros por encima. Y es entonces cuando comienzas a trepar, agarrándote a todo lo bueno conocido, jurando y maldiciendo, apretando los dientes, hasta que asomas las cabeza por la boca del pozo.
Por eso siempre he reclamado justicia para el Coyote. ¡Ya está bien de darse hostias por todo el desierto, compitiendo con un bicho ruín y rastrero, en clara desventaja por culpa de unos yankis que le asignaron el rol de eterno perdedor! Partámosle las patas al correcaminos, atémosle a una roca grande, enorme, que se balancee peligrosamente sobre el borde de un precipicio y empujémoslo. Lancémoslo a toda velocidad contra una montaña montado en un ingenio marca Acme que tiene numerosas calaveras dibujadas. ¡Que obtenga lo que ha sembrado!
Al final del cuento, a los Miles, Malenas, Alatristes, Alvites, Teresas Mendoza, Coyotes, Sabinas y demás agraciados con el don de la melancolía, lo único que les queda, es batirse. Y más vale que le pongan ganas, que contemplen cada día como una nueva batalla y cada estocada que dan como la penúltima, porque el Valhalla no existe y el sabor de boca indica que será otro día más, ni mejor ni peor ni tan siquiera diferente. Porque los paraisos con cuarenta vírgenes por mujahidin, con angelitos asexuados y música celestial o con orondas valkirias pidiendo besos mientras combates codo con codo con tus amigos, son inventos y no hay un mañana.