El reflejo que arrojaba el espejo no era halagüeño y yo me sentía exactamente así, sucio y roto, partido en mil fragmentos idénticos, pequeño. Había llegado a ese garito después de tomar una copa en cada bar que encontré, dándo un paseo por el arroyo, por el lado más sórdido y triste de la vida y, muchacho, aquel bar no era el último por casualidad, ocupaba la única posición que hubiese merecido por méritos propios y entraría en mi categoría de lugares donde terminar la noche, sólo por detrás de aquel callejón oscuro donde la mafia me dejaba mensajes de amor y el áspero pero sentimental tacto de un ataud de pino forrado de macramé.
Ya en la barra, los posavasos decían que estaba en el Savoy, con una tipografía del siglo pasado que iba a juego con el resto del local, un garito que alguna vez fue elegante y que no sabe cómo envejecer con estilo, como si hubiesen dejado Las Vegas sin Frankie ni sus Rats Pack, a oscuras en mitad del maldito desierto. Todo en aquel sitio daba la impresión de pertenecer a la época dorada de los casinos y de Atlantic City y nada estaba fuera de lugar, como si supieras que, en cualquier momento podrías ver a Frankie rehacerse el nudo de la cortaba, estrecha y negra, con esa elegancia que sólo poseen los que, como él, contaban los dedos por millones. El dueño del Savoy, Ernie, me presentó a los muchachos, los tipos que se pasaban la mayor parte de su tiempo de libertad entre aquellas cuatro paredes forradas de tela roja y cuya biografía entraba en el canto de un libro de poesía, la clase de tipos duros que hacía lustros que habían sustituido los cereales del desayuno por la metralla de la cena y con los que sólo desearías tener una discusión por ver quien cede el paso a la entrada del retrete.
Creo que fue entonces cuando conocí al bueno de Al, al tipo taciturno y melancólico que siempre ocupaba el final de la barra, justo al lado de la puerta de los camerinos de las coristas, «el lugar por donde los ángeles desembarcan en este infierno», según sus propias palabras. Al es una institución en el Savoy por el mero hecho de ganarse la vida sin tener delitos de sangre y siempre tiene su copa llena y su banqueta almidonada, junto a la puerta del fondo y la derecha de la de Ernie, del jefe.
La puerta que vigila Al da paso a la única luz que hace competencia a las desvencijadas lámparas de tulipa verde de la sala, las coristas. Chicas en su mayoría humildes a quienes el jefe sacó del arroyo a cambio de un número musical por noche y una leve, pero intensa, caida de ojos en las rodillas de algún cliente. Las mujeres del Savoy tienen ese tipo de belleza esquiva que sabes que nunca terminarán de alcanzar, ni aún quitándose los tacones y, quizás por eso, el caso de Lorraine Webster sigue siendo un misterio para todos, porque Lorraine, aunque un poco más devencijada que hace años, es el objeto más bello y frágil del viejo bar, posee esa belleza oscura que emanan las mujeres fatal y todavía es capaz de cantar su número completo sin necesidad de tararear la mitad de la letra ni tropezarse con la boa de plumas. Lorraine, sencillamente, pegaba tanto en el Savoy como un Dry Martini del nueve largo.
Una noche en que mi bourbon lamía golosamente el hielo en el vaso, Ernie se sinceró conmigo cuando me dijo: «Muchacho, todo el mundo es malo por naturaleza y todo bicho viviente está esperando a afilar el borde de su cuchillo contra tu garganta. Todos, menos Al». Desconcertado, sin saber muy bien qué decir, le pedí que se explicase y entonces me advirtió. «La única razón por la que Al te metería seis tiros en la cabeza, antes de terminar el crucigrama del periódico de ayer, se llama Lorraine Webster. Deja de tontear con ella o tendremos que comprobar si eres tan duro como para cenar con el estómago lleno de plomo y hoy, maldito galán, el cocinero se ha esmerado con el besugo».
(C) Diego Martínez Castañeda. 29 de enero de 2007.