Si algo aborrecía de pequeño era la vuelta al cole. Te acorta el verano en un mes (agosto es una carrera contra reloj en busca de la ropa más barata, los libros del cole y los innumerables bolígrafos, estuches, reglas, etcétera…), te repiten hasta la saciedad que no te queda nada, que las vacaciones que comenzaron a finales de junio son historía y que debes estar ansioso por volver a ver a tus compañeros.
Además y para rematar la faena, en la tele salían unos niños y niñas (maldita política de géneros) que estaban felices y contentos de poder ponerse ropa de invierno en pleno agosto, coger una mochila cuatro veces más pesada que ellos y salir corriendo en pos de sus amigos, en dirección al Cole, con mayúsculas y con un aire entre místico y poético que te hacía dudar de a qué se iba allí.
Mi experiencia con el cole era diferente, ligeramente diferente. Para empezar, te cambiaban de clase (cada curso está en una clase), había compañeros nuevos que añadían un poco de interés (a los «viejos» amigos no les sólia hacer caso porque no me solían hacer caso) y el profesor/a (otra vez el máldito género) también solía ser nuevo. Lo peor de todo era que las novedades, los sitios en los que habíamos estado en verano, las excursiones y todo aquello que podía darte ganas de ver a los amigos duraba, exactamente, una redacción. Recuerdo con pavor el primer ejericicio de todos los años y siempre era el mismo: haz una redacción contando las cosas que has hecho este verano.
¿Y todo esto para qué? Quiero, desde aquí, reinvindicar la no-vuelta al cole, el disfrute de los tres meses de vacaciones, la tranquilidad de no saber nada de nadie hasta el 15 de setiembre y, sobre todo, el despido masivo de los encargados de joder las vacaciones de tantas generaciones con la emisión de anuncios titulados «La vuelta al cole».
Hoy se han terminado mis vacaciones :(.