perros – El sueño del mono loco
El sueño del mono loco Saliva, cinismo, locura, deseo…

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Esta noche nos hemos enterado de que Beethoven, el perro de eme, ha muerto. No sé el motivo, pero siempre que me he visto en este tipo de situaciones, he acudido a la memoria en busca del último recuerdo que tengo. Con Beethoven fue sencillo, es de apenas tres semanas atrás. Yo suelo acostarme más tarde que el resto de la casa y estaba viendo unas series. Eran las dos de la mañana y el perro gemía en el patio. Al mirar, le vi tiritando, escuálido y débil por la edad. En apenas unos meses se había deteriorado muchísimo, hasta convertirlo en la sombra de lo que era. Recuerdo que evoqué eso que se suele decir de los perros, que cada año nuestro son siete de los suyos, y traté de calcular cuántos llevaba encima. Demasiados, más de noventa años humanos, me salía. Pensé que éste era su último invierno. Abrí la puerta del patio y estuve un rato con él, acariciándole y hablándole. Lo había hecho unas cuantas veces más, siempre de noche y cuando nadie me veía. No sé el motivo pero es más fácil hablarle a un perro cuando sabes que estás solo. Le comenté que le veía desmejorado, cansado mientras él me miraba con sus ojos grandes, en medio de aquella cabeza tan delgada y se dejaba acariciar. No volvió a gemir aquella noche. Quiero creer, ahora, que le hacía falta una pequeña charla tanto como a mí.

Nunca he tenido un perro. Uno mío, propio, me refiero. Pero sí he perdido a un par de perros que consideré míos. Es complicado, lo sé. El primero fue Charlie, un pastor alemán de pelaje oscuro y planta impresionante, que vigilaba la nave donde trabajaba mi padre. Recuerdo que mi abuelo tenía otro pastor alemán, pero era muy pequeño para darme cuenta y por eso digo que Charlie fue mi primera mascota (aunque no fuese mío). A pesar de ser rápido y listo, murió bajo las ruedas de un camión, porque su juego era ladrarle a todos los vehículos que pasaban frente a su puerta. Lloré mucho al enterarme. Sentía una pena tremenda y desconocida hasta entonces. Traté de ocultarlo pero nunca he sido bueno en eso. Tras Charlie, Roy fue el encargado de vigilar la nave pero, supongo que para prevenir la pena que había sentido con su predecesor, nunca me encariñé demasiado con él. Era grande, bravucón y tenía las orejas y el rabo cortados (algo que, aún hoy, sigo sin comprender) pero siempre fue el sustituto.

En casa, con güelito, estaba Pipo. Si, lo sé, el nombre provoca risas pero hay que saber dos cosas: primera, que se lo pusimos el hermanín y yo, con dos y cuatro años de edad, al cachorro que encontramos en la puerta de la carnicería, un poco más allá del parque. Se lo llevamos a güelito que, por aquel entonces, andaba buscando un perro tras la muerte del pastor alemán. Y segunda, que al que se ría le partiré el alma. En serio. No se bromea a costa de Pipo. Crecimos juntos y eso te marca. Fue el perro de güelito; el enemigo que nos perseguía, al hermanín y a mí, a través de la jungla; el percherón que tiraba de mi carruaje (la bici). Junto con mi primo, le hacíamos todo tipo de perrerías, le dábamos de comer con un palo largo donde le atábamos la comida y no llegaba, le bañábamos a manguerazos y le atábamos una cuerda bastante larga al collar para salir a pasear a la carrera. Creció y se convirtió en un perro 2014_n1mhorg!, inclasificable y enorme. Pero seguía siendo manso y tan fiel como siempre. No recuerdo muy bien cómo murió, no aparece nítidamente en mi cabeza. Creo que amaneció un día rígido y está enterrado en algún lugar cerca de su caseta, junto al regato o bajo la figar. No lo sé. Supongo que nunca quise saberlo, que lo olvidé tan pronto como pude para centrarme en los buenos recuerdos de aquel perro color canela, grande y fuerte, con un nombre ridículo, poderoso en comparación conmigo pero que nunca me mordió. Era lo mínimo. En aquella ocasión lloré menos y siempre a escondidas. Porque había aprendido a disimular, a ahogar la pena y a ignorar el vacío y la presión del pecho.

Por eso estoy hablando de Beethoven, de Charlie y de Pipo. Porque mi historia con los perros siempre termina igual: o me muerden o termino llorando su muerte. Por lo visto no soy de términos medios.

De Beethoven me guardo un puñado de cosas, algunas malas pero otras buenas, alegres y divertidas. Pero por encima de todas ellas añoraré las voces, los gritos de una familia de seis personas, al ver que el perro salía del patio y se iba, como una flecha, en dirección a la calle. ¡Beethoven! ¡Beethoven, ven aquí! Como si realmente sirviese de algo gritarle a un perro que no salga de la casa, cuando hace meses que no saborea la libertad.

Hasta la vista, chico.

PD papá, escanea la foto en la que estamos frente a la caseta de Pipo y envíamela, por favor. Estoy sufriendo un terrible ataque de nostalgia.

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