La luz entraba en la habitación por las rendijas de la persiana, transversalmente, e iluminaba poco a poco la estancia. Ya era tarde, cerca de las nueve y el sol comenzaba a pasar por encima de los edificios cercanos y a invadir, como cada mañana, la habitación. Herminia que estaba despierta desde hacía rato, sólo dormía unas horas cada noche y se pasaba el resto de tiempo siguiendo la respiración entrecortada de Fermín, pensando y esperando a que el sol inundase la estancia. Con la luz del invierno, fría y débil, vio aparecer poco a poco la mesita de noche situada entre las camas, la espalda de su marido bajo las mantas y el armario, al fondo. Había sido una noche fría y afuera, el amanecer había dejado un rastro de escarcha que invitaba a mantener el calor bajo la ropa de cama, a permanecer cobijado mientras fuera posible. Herminia podía ver el vaho que formaba su respiración y sintió la cara fría. El resto del cuerpo estaba arropado y se negaba a moverse, al menos de momento.
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