teatro (uno) – El sueño del mono loco
El sueño del mono loco Saliva, cinismo, locura, deseo…
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teatro (uno)

Sobre mi (breve) aventura en el teatro había empezado a escribir ya pero, releyéndolo, me he dado cuenta que he caído en lo de siempre, en esta forma de relatar lo que pasó tan de informe policial, como la mayoría de documentos que hago en el trabajo. Y no es eso lo que pretendía. Porque fue muy traumático a ratos pero también muy gratificante y enriquecedor y todo ello tenía que verse reflejado. Así que he decidido empezar de nuevo, de otra forma, como por ejemplo contando que todo lo que escribo huele a folio con membrete oficial y suena a carro de Olivetti llegando al final.

La cuestión es que en octubre, A me preguntó si podía ponerme en contacto con el director de la compañía de teatro porque tenía unas dudas sobre teléfonos móviles y cómo llevarlos a escena y yo, obviamente, le dije que si, que me llamase cuando quisiera. No hizo falta esperar junto al teléfono porque nos vimos un tiempo después, a la salida de los ensayos y me hizo varias preguntas rápidas y planteó algunas cuestiones que me dejaron pensando. Mi primer contacto con el mundo del teatro se saldó con la sensación de que el director sabe lo que quiere poner en escena e involucra a todo el mundo que necesita para lograrlo y yo me había subido al carro con gusto. Al parecer, me plantean un desafío y me arremango a la tarea. Quedé en darle una solución a sus dudas en breve y me puse a ello.

Era octubre y la obra se estrenaba en el puente de la Constitución, a primeros de diciembre por lo que había mucho que hacer y poco tiempo y yo, sin darme cuenta, me vi envuelto en todo el proceso porque a las primeras preguntas le siguieron otras y luego, en una reunión informal tomando unas cervezas, salieron las primeras peticiones. Por el camino pasé de ser asesor tecnológico de la obra a ser ayudante de producción. Y, ¡qué coño!, me encantaba el título. Total, sólo tenía que construir un muro de dos metros de alto por cinco de largo, de poliespán. Y un iPhone de un metro y medio de alto. Y hacer un programa para mezclar números de teléfono de forma aleatoria. Y enviar llamadas en directo a los teléfonos de los actores que estaban sobre el escenario, actuando. Y proyectar imágenes sobre las dos partes de la plataforma que ocuparía todo el escenario, de forma sincronizada. Y… y… y…

Como en las mejores comedias de situación todas las tareas pendientes se iban estirando y postergando hasta el desenlace final, esos cinco días de diciembre que ya en noviembre prometían ser largos. Propuse dos o tres formas de construir el muro, busqué materiales, calculé gastos y me preocupé por la logística de cortar y transportar un montón de bloques de poliespán evitando que se convirtiesen en un montón de nieve artificial. En algún momento de mediados de noviembre dejé de tener que preocuparme por el móvil gigante porque se lo encargaron a otra persona pero, a cambio, el muro sufrió recortes de presupuesto y cambios en el material: del poliespán cambiamos al cartón, más parecido a los ladrillos que pedía el director y más fáciles de apilar (o eso creía). Y los programas para proyectar imágenes o vídeos usando un par de proyectores seguían sin caerle bien al Windows de mi portátil. Uno tras otro los instalaba y veía como fallaban.

Y así, sin darnos cuenta, llegó la primera semana de diciembre.

Entré en el teatro por primera vez el jueves por la tarde, cuando aún no se había montado la estructura del escenario. Aquella tarde hubo poco que hacer, andábamos todos un poco perdidos, y la dediqué a hacer batidas en busca de cajas de cartón para construir un muro cada vez más alto. Me fui con la sensación de que haría falta otro mes para prepararlo todo.

El viernes, fiesta, recogimos al director y fuimos al teatro muy temprano. Nada más llegar, reunión, arenga sobre lo bien que iba a salir todo y división de tareas. Como guardián del muro y lord Commander me asignaron a dos personas para construirlo y una de ellas, actor, se tuvo que ir a los quince minutos. Pero no pasa nada, entre José Luis y yo podemos, me dije.

Hacer diez metros cuadrados de muro con cajas de diferentes tamaños, desmontadas y con el tiempo en contra es una putada de categoría. Si, además, te das cuenta que tú obra tiene que montarse en el escenario, prácticamente sin luz y en tres minutos por gente que no nos vio montarlo, la presión sanguínea se te dispara. Nos llevó muchas horas de ensayo y error pero al final encontré un método para montarlo cumpliendo con todas las premisas. Una vez hecho el muro y comprobada su estabilidad unimos algunas cajas en grupos para hacer que hubiese el mismo número de bloques en cada fila (divide y vencerás), que luego etiquetamos siempre en la esquina izquierda de la misma cara del bloque, la que quedaba mirando al frente. La solución gustó a todos pero nos consumió casi todo el día y aún quedaba pintar las parte que daban al público.

Esa noche nos fuimos a casa muy callados y en el coche solo se escuchaba al director, enviando mensajes de audio con instrucciones, peticiones y agradecimientos. Yo sabia que de tres tareas solo había hecho el ochenta por ciento de una. El sábado, día del estreno, prometía.

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