Fueron menos de media docena de ocasiones las que visité la cafetería Los Lagos en sus buenos tiempos, cuando era el único local que estaba abierto veinticuatro horas al día en Gijón y se convertía invariablemente en la mejor opción para cerrar la noche un día de semana, un miércoles o un jueves invernal y frío, cuando nadie sale pero ciertos garitos están completos.
Y es que Los Lagos era el mejor lugar donde dejarte caer, vivo o muerto, por varios motivos. El más obvio era la profesionalidad de la gente que lo llevaba porque, tras el primer día, nunca tuve que volver a pedir mi copa y al acercarnos a la puerta, aquella camarera sacaba los vasos de sidra, el limón y al indio y los hacía bailar juntos. Además aquel lugar tenía algo de refugio, de escapada del ruido atronador que envuelve los garitos de hoy en día y, como colofón, estaban los figurantes, las otras personas que poblaban el bar a altas horas de la madrugada y que casi siempre eran los mismos, éramos los mismos, tipos mayores, con cara de pocos de amigos, sin conversación aparente y con la mirada perdida en el culo de un vaso donde dos piedras de hielo flotaban en Dyc. Una noche, hablando precisamente nuestros compañeros de copas, llegamos a la conclusión de que ninguno de ellos parecía tener prisa por volver a casa y más de uno habría podido encarnar al personaje suicida, callado y meditabundo de Los lunes al sol con solvencia.
¿Y a qué viene todo esto? Al artículo de hoy de Alvite en El faro de Vigo, que me vuelto la vista a aquellas noches sonámbulas y divertidas, cuando redibujé mi concepto de amistad.
También hay hombres que sobrellevan la madrugada con enormes dificultades, bostezan incluso mientas beben y no se toman una sola copa sin que les suban de inmediato a la cabeza la ginebra, el vaso y el hielo. Un grupo especial lo forman los clientes habituales del local, que son una extraña mezcla de profesiones y clases sociales, hombres de dinero, otros que viven al día y unos cuantos que no llevan encima un centavo pero tienen una pasmosa facilidad para quedar a deber como si le hiciesen un favor al que les fía el maldito pufo. En cuanto a las mujeres, son muy interesantes las que a la tercera copa no aciertan a buscar algo dentro del bolso, y más aún, las que ni siquiera saben donde diablos pusieron el bolso.
Hay más, mucho más en Almas en un bolso de mujer, de José Luis Alvite.
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