Es época de asueto y la mayor parte de España está de vacaciones en otros lugares diferentes a los que viven diariamente y tratando de pasarlo lo mejor posible, cueste lo que cueste. Están en algún lugar de la costa (legado de paquito el gallego, el seat seiscientos y Benidorm), achicharrados porque su cuerpo serrano no es capaz de pasar de los veintiun grados del aire acondicionado del hotel a los cuarenta y cinco de la enésima línea de playa en menos de diez minutos, pagando cantidades escandalosas de dinero por un lugar donde dormir, un café caliente para desayunar y una comida de batalla a pie de playa y todo por la ilusión de pasarlo bien, de estar haciendo algo único y apasionante aunque no sea así. El hombre es un animal de costumbres que no aprende al tropezar una y otra vez con la misma piedra, y pagar por ello.
El mes de agosto siempre me ha parecido una estafa grandiosa, como el tipo que le vendió la torre Eiffel a unos yankis para chatarra y, cuando puedo, procuro no coger vacaciones en estas fechas. Tiene su parte buena y su parte mala, como casi todo. La buena es que te vas en octubre el doble de tiempo por la mitad de dinero y la carga de trabajo de julio y agosto es la mitad que la de un mes normal, con lo cual se está más tranquilo. La mala es que vas viendo como la mitad de la oficina se va y la otra mitad vuelve de sus días de descanso y tu, invariablemente, te quedas, moreno de flexo y fluorescente y más quemado que Galicia y Portugal juntos.
También es cierto que mientras eme haga sustituciones por vacaciones, servidor no se va por ahí, de excursión o de viaje. No hay nada más penoso que tratar de explicar un paisaje, una situación o la sensación que te aborda al bajar de un avión en la otra punta del mundo, por teléfono. Reconozco que es útil, que funciona bien para emergencias, pero el móvil no transmite sensaciones tan bien como debiera.
De momento, nos vamos de camping que ya es algo.