Al final, folixeru se fue el sábado por la mañana, con el afán de continuar la fiesta en otro sitio, más al norte, cerca del mar, las sidras y la familia, en Posada. Pero antes, tuvimos tiempo de hacer la clausura, el fin de fiesta, por todo lo alto y, aprovechando que eme ya estaba aquí y que nosotros habíamos quemado todas las naves durante la semana, nos fuimos a tomarnos unas cervezas muy frias, congeladas y después a cenar a un sitio que no conocíamos, de aventura.
Y funcionó. Tras unas pequeñas dudas con la carta, nos decidimos por un zorondongo (pimientos asados, tomate, huevos duros y aceite de oliva), un cremosito del Zújar (queso que se ha calentado previamente y que se unta en tostaditas de pan), bacalao con cebolla caramelizada y una botella de Marqués de Cáceres. Un festín sin parangón.
Después, música de verdad, añeja y anterior a los ochenta, gintonics y charla. Lo peor de estar lejos de todos lados es que no tienes vínculos con los amigos de siempre y tienes que inventarte en cada conversación, con cada nueva palabra. Por eso el volver a los lugares comunes siempre es reconfortante y fácil, casi necesario.
Un poco de sofá para curvar la espalda en un sueño rápido y ¡hala! seiscientos quilómetros para no perder las buenas costumbres…