cómo describir un puñetazo – El sueño del mono loco
El sueño del mono loco Saliva, cinismo, locura, deseo…

cómo describir un puñetazo

Durante el partido de fúmbol de esta semana que se disputó ayer y que, por las capacidades físicas de más de uno tras quince días de asueto, parecía un campeonato para jugadores de más de setenta años, sufrí la primera lesión de mi carrera deportiva, un montadito de los músculos (o tendones, o huesos, o lo que haya) del brazo, entre el codo y el hombro. Una delicia, la verdad.

En una película titulada Un lugar en la Toscana, un escritor consagrado le preguntaba a un nóvel cómo describiría un puñetazo en el estómago y, ante la falta de pericia de éste, le soltaba un directo al hígado digno del mismísimo Alí. Ayer, de camino a casa, me acordaba de esa escena y pensaba si no sería una oportunidad, un aliciente.

Cuando a alguien con mis cualidades le toca el turno de portero, sólo te puedes esperar lo peor, los goles en treinta segundos, los errores garrafales, la mala colocación bajo los palos y un largo, larguísimo etcétera en el que no te da tiempo a pensar porque, en cuestión de un par de minutos, serás sustituido por un compañero. En ocasiones, las que menos, pasa algo diferente, un córner por ejemplo y el área se llena de gente moviéndose y buscando el gol. Ayer, el córner, lo sacaron con la mano
y bastante alto, para rematar de cabeza. Un instante después de adivinar la trayectoria sabes que debes salir al paso, extender el brazo y despejar la pelota, como hacen en la televisión y, sin apenas pensarlo, corres hacia el balón.

Al saltar para despejar el balón y tocarlo, muy levemente con la punta de los dedos, una corriente eléctrica me recorrió el brazo, desde el hombro y, casi al instante, un dolor nítido y sordo se alojaba en la base del craneo, impidiéndome pensar. Sólo acerté a sujetar el bíceps del brazo izquierdo mientras caía, chillando y tratando de concentrarme en el dolor porque, una vez, alguien me dijo que eso hace que no duela tanto. ¡Mentira! Seguía ahí, invadiendo gradualmente la cabeza, tiñéndome la vista de color marrón y negro, impidiendome responder a los compañeros, decirles que no, que no es una luxación de hombro porque puedo moverlo y porque, además, no pienso dejar que lo coloquen en su sitio sin anestesia general.

El tiempo, en ciertas situaciones le hace caso a Einstein y se expande, convirtiendo segundos en minutos y la mente, poderosa ella, da vueltas y nos incita a pensar cosas raras. A mí me decía que, si movía el brazo, aunque fuese poco a poco, el dolor remitiría y, aunque me sentía gilipollas, apoyé los dedos en el suelo y, con el dedo índice y el corazón, comencé a hacerlos «caminar», mientras dejaba de oír todo lo que pasaba alrrededor. ¡Joder! Sabía que estaba haciendo el ridículo, pero se trataba de mi primera lesión dolorosa, algo que no se cura con tiritas ni mercromina y dolía, dolía mucho.

Cuando llevaba un par de horas haciendo ese movimiento, es decir, cuatro pasos exactos de mis dedos, el músculo aficionado a montarse sobre otros, se bajó y, en una fracción de segundo, el velo de los ojos desapareció, volví a oír, el dolor desparació y pude hablar más o menos correctamente y advertir que ya estaba, que ya había pasado todo.

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