historias del savoy: tu nombre tatuado – Página 2 – El sueño del mono loco
El sueño del mono loco Saliva, cinismo, locura, deseo…

historias del savoy: tu nombre tatuado

?Mientras los policías de la ciudad ensayaban su pulso trazando líneas de tiza en el suelo que luego rellenarían de cadáveres, Ernie amontonaba sacos con arena sobre la barra. No había día que no se dejasen ver por el local unas cuantas balas perdidas. Algunas noches especialmente problemáticas, protegió los cristales de la puerta con el pescado de la cena. ¡Y alguno de aquellos peces murió defendiendo un trozo de vidrio!

Una corista con aires de mamma ejecutó su número sobre el escenario. Fue algo rápido, violento, y no hizo falta forense que certificase que, efectivamente, estaba muerto. Al continuó dejando caer las palabras, a medio camino entre el cuello de su camisa y mi oído.

?Aún así, los muchachos salían del Savoy en cuanto podían, no porque no fuese seguro, sino porque ante la elección de un balazo en el estómago y la cena del Chef Antoine, todos sabían que la bala se acompañaba de una salsa roja que hacía más agradable el trago. Tres meses después de comenzar, la guerra terminó con la firma del armisticio. Los capos aparecieron por el local de Ernie Loquasto y, entre abrazos, besos y sonrisas sellaron una paz que duró cinco años. Ernie, que sirvió personalmente el Chianti en la ceremonia, juró que se sintió como si en aquella famosa foto del marino besando a la enfermera en París, les hubiesen cambiado las caras a los protagonistas. Cuenta que estuvo dos meses sin besar a su señora en la boca, para que no notase el sabor que las lenguas italianas habían dejado en su paladar.

Al final de aquellos días tumultuosos y broncos, la única baja que hubo que lamentar fue la del Chef Antoine, mientras probaba el plato especial de la cena de Acción de Gracias. Una bala perdida impactó en la olla y la agujereó. La salsa del plato se vertió sobre su pie y lo corroyó como el ácido. Tardó dos horas en morir, entre gritos y juramentos. El bueno de Chester Newman escribió al día siguiente en el Clarion, que ningún hombre debería ser capaz de repetir aquel mejunje, áspero como el cañón de una Magnum y letal como un calibre cincuenta con tu nombre tatuado.