relato: Juan de Austria, 23 – El sueño del mono loco
El sueño del mono loco Saliva, cinismo, locura, deseo…

relato: Juan de Austria, 23

Relato de mil palabras para El Taller de las Palabras. Había que contar la misma historia historia desde varios puntos de vista, al menos, tres.

Juan de Austria, 23

–Uno, uno, dos, dígame.
–Llamo de la calle Juan de Austria, del número 23. En el tercero derecha están tenido una discusión, creo que de eso de la violencia de género, lo que sale en la tele y…
–Señora, cálmese, por favor. ¿Me ha dicho la calle Juan de Austria?
–Si. Se oyen muchos gritos, más que otras veces y están rompiendo cosas contra el suelo. ¿Pueden venir pronto? La chica, Marta, grita mucho.
–Si señora, enviamos a la policía de inmediato. Necesito que me diga de nuevo el número.
–23, Juan de Austria 23. Es en el tercero izquierda, perdón, derecha.
–Muy bien señora, una patrulla de la policía va para allá. Esté tranquila. Necesito que me diga su nombre.
–Soy Soledad Suárez Murillo, vivo en el segundo derecha del mismo piso.
–La patrulla está en camino, Soledad.
–Muchas gracias.

Aquella tarde, al incorporarme al turno en la comisaría tuve una premonición: iba a ser una noche dificil. Diecisiete años en el cuerpo me han hecho un agente eficaz aunque descreído con los resultados prácticos de este trabajo. Ésta es una ciudad pequeña, en donde la noche de los miércoles suele ser tranquila y, en aquel momento, no parecía que fuese a cambiar por un mal pálpito. En cuanto me vestí de uniforme se lo comenté a Luis, mi compañero de patrulla, que me miró divertido y ahogó una carcajada. Contra pronóstico, el turno discurrió apacible hasta las once y media, cuando nos avisaron por radio de que había una discusión doméstica cerca de donde estábamos. Luis, que siempre suele conducir de noche, dirigió el coche patrulla a toda velocidad hacia la dirección que gritaban por la radio. Yo, mientras tanto, respondía a la alarma y accionaba las luces giratorias del techo. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Encontramos la puerta del inmueble abierta y a una vecina esperándonos en el segundo derecha, que nos había llamado al percatarse de que los gritos y los golpes en el piso de arriba no cesaban. Con el ruido de la discusión de fondo, le pedimos más información. Soledad Suárez Murillo nos dijo que en el piso superior al suyo, el tercero derecha, vivía una pareja de mediana edad con una niña pequeña de seis años. Hacía unos años que habían llegado al edificio y, aunque no eran muy comunicativos, al menos por el día. Desde un tiempo a esta parte, al llegar la noche se escuchaban discusiones y peleas, con algún que otro golpe. Soledad ya nos había llamado en otras dos ocasiones, por los mismos motivos. Esta vez la llamada la había hecho al darse cuenta que los gritos no sólo no cesaban, sino que iban en aumento. Con el semblante serio, Soledad nos confió su miedo por Alba, la niña de seis años de la pareja. Solía cruzársela en la escalera, decía, y al tratar de hablar con ella, la niña se volvía hosca y se iba entre excusas.

–Marta, la madre, es una chica mona pero siempre tiene la expresión triste y no habla con casi nadie, como si tuviese miedo de todo el mundo. Él, Andrés, creo que se llama, es dominante y no escucha a los demás. En la última reunión de la comunidad de vecinos nos amenazó y gritó hasta que se aprobó la colocación de una antena de esas nuevas, de las terrestes o digitales, para poder ver el fútbol. Va por la vida como si los demás le deviésemos algo.

Un golpe fortísimo interrumpió el monólogo de la vecina. Los agentes corrieron escaleras arriba y Roberto llamó con el puño a la puerta del tercero derecha, identificándose y pidiendo que abriesen. Tan pronto como su mano tocó la madera, todo quedó en silencio.

Andrés, mudo de golpe, me hizo una seña para que abriese la puerta. Me sequé las lágrimas, me compuse un poco la ropa y me acerqué a la puerta. Al abrirla, había dos policías y el más viejo se identificó y me preguntó si estaba todo bien. Mentí, le dije que sí, pero no se lo creyó y me preguntó por mi marido, si estaba en casa. ¡Claro que estaba en casa, cómo no iba a estarlo! Cuando él no está, los vecinos no tienen que llamar a la policía. Le dije que sí con la cabeza, me callé y le dejé pasar. Andrés estaba en mitad del salón, de pie, con los brazos en jarras. Tenía esa mirada retadora y el gesto chulo. Recuerdo que pensé que ya no había nada de él que me gustase. Desde que había llegado esa noche no había parado de gritar por cualquier tontería. Que sí me había visto con Magda, riendo más de la cuenta; que sí no le gustaba que volviese contenta del trabajo; que si la cena no está suficientemente caliente ni salada; que si cada día hago menos en la casa y así con cualquier cosa, por pequeña que sea. Esa noche pensé que no pasaría de ahí, como casi siempre, que se le va la fuerza por la boca y sólo hace aspavientos. Pero cuando estaba cenando, sin más, cogió la copa del vino y la tiró con fuerza contra la pared, justo al lado de donde yo estaba fregando los platos.

–La siguiente no fallo. Tráeme otra copa, que ésta se ha roto.

Creo que estaba cansada, agotada de tanta violencia contenida, de tanta estupidez que desconocía. Harta de él. Cansada de sus gritos y sus súplicas al día siguiente. Asqueada. Quizá por eso, en vez de llevarle una copa, como hacía siempre, con esa mezcla de sumisión y asco, se la tiré. Y yo sí le di. Y luego le tiré el plato que estaba fregando, un vaso y media docena de cubiertos. Él, con una cara de susto que hacía años que no le veía, me tiró el plato con la cena y hubiese seguido sino me hubiese quedado quieta, mirándole fijamente, con el cuchillo más grande que hay en casa en la mano. Entonces cambió de actitud, se volvió dialogante, zalamero y bromista. Que si no aguanto una, que vaya genio que tengo, que si deja el cuchillo que eso corta. Todo el rato hablando y todo el rato acercándose suavemente, de lado y con sus ojos cambiando constantemente entre los míos y el cuchillo. Sé que lo sabía, que se dio cuenta en cuanto el tiré la copa. Sabía que había llegado al fondo de mi paciencia y que no dudaría en clavarle el cuchillo. Todavía no sé cómo, me propinó un golpe muy fuerte en el antebrazo que me hizo soltar el cebollero y, a continuación, me dió un bofetón que resonó como un tiro. ¡Plaf! Sin movimientos de más, sin aspavientos, un bofetón puso punto y final a mi insurrección. Luego se puso como un loco, a gritarme y amenazarme, hasta que sonaron los golpes en la puerta.

Cuando Marta abrió la puerta, recogí el cuchillo del suelo y lo guardé en el cajón de los cubiertos. Luego pensé que no debía haberlo hecho que, al fin y al cabo, yo soy la víctima y esa zorra quien intentó rajarme la barriga. Y motivos no le faltan, porque yo conozco su secreto. Desde hace meses llega a casa sonriendo y canturreando y si le pregunto a qué viene tan buen humor, me dice que a nada en especial, o que por culpa de un libro que está leyendo o una canción de la radio. No la creo. ¿¡Cómo la voy a creer!? Seguro que sonríe porque algún mamón del trabajo le tira los trastos. Ya me lo advertían los colegas antes de casarme: ten cuidado con Marta, que es un poco zorrón. ¡Joder! Si lo sé antes… La tía me la está pegando con otro. Fijo. Desde entonces no hace nada bien. La comida le sale insípida y siempre está fría, la casa se cae a cachos y no plancha una camisa bien ni por error. Las mías, claro, porque las suyas están todas perfectas cuando va a la oficina. Se pone guapa para ese tipo, no tengo ninguna duda. Y luego lo niega todo.

–¿En qué puedo ayudarles, agentes?
El más viejo de los polis parecía que tenía el mando, porque fue él quien más habló.
–Hemos recibido un aviso de un vecino diciendo que había una discusión violenta y queríamos comprobar si era cierto. Han estado discutiendo? -el cabrón miraba alrededor y, claro, veía lo que me había tirado Marta y torcía el gesto.
–No, a mi mujer se le han caído los platos mientras fregaba.
–Es curioso que el fregadero esté a un lado de la cocina y los platos que fregaba, al otro. Incluso hay uno en el salón.
–No sé cómo lo ha hecho. Simplemente pasó.
–Señora, ¿se encuentra bien? Parece que ha estado llorando. ¿Han discutido?

Marta me miró. ¡Sonreía! Mierda, mierda, mierda… ¿Por qué se ríe? Hace un rato lloraba, ahora se ríe. ¿Por qué?

–Si. Aunque sólo gritaba él. Me tiró una copa mientras fregaba y yo le tiré el resto. Lleva meses gritándome, insultándome y, a veces, pegándome.

Marta hablaba tranquila, sin parar. Intenté hacerla callar, tapándole la boca pero el policía más joven me paró, me tiró al suelo y me inmovilizó. Entonces perdí los papeles y me puse a gritar y a amenazarla. Quizá no debí hacerlo pero la muy zorra iba a quedar como víctima. ¡Ni siquiera me preguntaron! Luego me ordenaron que me callase y me sentaron en el sofá con las esposas puestas por la espalda. El poli viejo no tenía ojos más que para Marta. Seguro que luego se lo paga en la cama.

La mujer, más tranquila, se sentó en una silla y empezó a explicarnos a Luis y a mí cómo había ido la discusión. Luego, buscó el cuchillo con el que había hecho frente a su marido, que seguía soltando miradas retadoras desde el sofá. Lo encontró en el cajón de los cubiertos, sucio y con restos de carne, entre todos los demás utensilios limpios. Al preguntarle por su hija, se puso nerviosa y salió corriendo hacia la habitación de la niña. Sin decir ni una palabra, abrió las puertas del armario y, tapada con jerseys y camisetas, estaba la niña. Su madre la sacó y la abrazó hasta que le dijimos que tenía que acompañarnos a comisaría a poner una denuncia, que era lo mejor. Se secó de nuevo las lágrimas y aceptó.

El interior del armario está oscuro y, cuando me cubro con la ropa, los gritos suenan lejanos, como si fuese la tele o el bar de enfrente. No me gusta cuando discuten, por eso me escondo en el armario y espero a que dejen de gritar para salir. Hoy, como parece que mamá chilla mucho, voy a esperar un poco más, diez o quince minutos, para no volver a verla llorar. No me gusta ver llorar a mamá, me pone triste. A papá parece que no le importa, porque le grita más y ella llora mucho más. Si fuese mayor, más fuerte, papá no le gritaría a mamá porque yo no le dejaría. Papá no escucha a nadie y siempre quiere que esté todo listo cuando él llega. No está nunca y cuando llega nos grita. ¡No es justo! Hace ya un rato que pararon los gritos, pero no como siempre. Casi siempre papá grita más y a mamá se le oye menos y luego, papá se va calmando hasta que deja de gritar y se va, dando un portazo o se mete en la cama. Hoy han parado de golpe, un rato después de empezar. Y no ha habido portazo. Se oyen voces en el salón, mamá, papá y otra que no sé quien es. Luego, papá vuelve a gritar, mucho y luego se calla. Un rato después, la puerta del armario comienza a abrirse.

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