¡mamá, quiero ser creativo! – El sueño del mono loco
El sueño del mono loco Saliva, cinismo, locura, deseo…

¡mamá, quiero ser creativo!

Llevo media vida leyendo, aprendiendo a juntar palabras y distinguiendo las dos literaturas, la que me gusta de la que no, aquella que ni me llena ni me revuelve las entrañas, la que no cuenta nada ni soy capaz de distinguir del texto edulcorado y eficaz de un paquete de magdalenas.

Llevo, decía, gastado mucho tiempo y esfuerzo en una actividad demasiado parecida al onanismo, ya que ambas se las practica uno a sí mismo y ninguna está muy bien vista en la sociedad moderna y, claro está, tenía que pasar factura. Así que un día, ebrio de sensaciones indescriptibles recien asimiladas de un libro, me convencí a mí mismo de que podía ser creativo, podía escribir algo lo suficientemente bueno que me permitiese enseñarlo sin sentir ridículo. Porque, por mucho que digamos que no, tenemos una parte exhibicionista que necesita darse a conocer, salir del armario y mostrarse sin pudor, dándole una patada en el culo al extraño sentimiento de vergüenza y miedo escénico que acompaña a cada letra impresa y que convierte en un exámen cada pequeño trocito de texto del que pedimos una segunda opinión.

Esa misma tarde me compré el cuaderno nuevo y flamante, con las tapas verdes, destinado a albergar mis próximos best-sellers e inicié el sano ritual de volcar mis neuras en palabras y recorrí la misma senda que todos aquellos que empiezan a garabatear palabras, es decir, copié a los autores que admiraba, sabiendo que, algún lejano día, tendría que escribir las cosas tal y cómo yo las veía, sacándome de la manga mi propio estilo. Todavía sigo buscando estilos a los que amoldarme.

Algún tiempo después llegó la informática y con ella mis primeros diarios digitales y los directorios ocultos, protegidos, lejos de miradas extrañas y curiosas. Se daba la paradoja de que, por mucho que escribiese, por muchas letras que derramase, era incapaz de mostrar nada, de enseñar más de tres palabras sin ruborizarme ni caer en una espiral de vergüenza y prejuicios, por lo que todo debía ser escondido concienzudamente, los cuadernos en el fondo de algún cajón, entre otros cuadernos y los ficheros en el más oscuro rincón del disco duro.

Después Internet entró en tromba, mostrando una nueva manera de hacer las cosas, de leer, de escribir y de enseñarse al mundo, aparecieron las news y las webs especializadas, sitios donde te enseñaban trucos para escribir y poder y, poco a poco, fuí olvidando todos mis prejucios y miedos, asumí que el estilo es algo que tienen las gentes importantes y no los medianías para, finalmente, pedirle a alguien de confianza que leyese un texto y me diese su opinión. Tenía la sensación de estar caminando desnudo por la calle hasta que, entre sonrisas soltó un ¡que callado lo tenías!

Y finalmente los weblog, los diarios de la red, lugares públicos y personales donde, a fuerza de airear las nimiedades uno obtiene la íntima satisfacción de estar expuesto en mitad de una plaza, instantes antes de que empiece la puja. En ellos la vergüenza no tiene cabida y el miedo al rechazo se desecha en el mismo instante en que se crea tal espacio. Son adictivos en ambos sentidos, todo es susceptible de terminar colgando en el mono loco y, también, otros weblogs te atrapan y pasan a ocupar un sitio en las rutinas diarias, leer el correo electrónico, pasar la vista por los periódicos nacionales y por alguno astur y darse un garbeo por los diarios de mucha otra gente, que no conoces pero que sí sabes cómo respira.

Haciendo balance deduzco que, en todo este tiempo, lo único que ha cambiado han sido los miedos, que han desaparecido, se han ido. Las motivaciones, las historias, los conocimientos, siguen siendo, sino los mismos, sí muy parecidos y continúo sin sacar beneficios a esta terapia, así que o es amor al arte o adicción. Apuesto por ésta última.

lectura, adicciones, vicios

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