Otro relato para el taller de las palabras que, en esta ocasión, debe comenzar por la frase que inicia La pasión turca, de Antonio Gala. Escrito para el noveno número de la revista digital de El taller de las palabras.
Noviembre de mil novecientos noventa y ocho
Yo misma había llegado a convencerme de que mi matrimonio era perfecto. Y, aunque lo parezca, no es un ejercicio difícil de conseguir. Luego siempre está la realidad, terca y obstinada que nos abofetea una y otra vez con una imagen más verídica y menos edulcorada de lo nos gustaría.
Creía que mi matrimonio, tan cargado de momentos emotivos, sencillos y sentidos, había alcanzado su plenitud tras diez años de convivencia. Arturo, mi marido, despertaba mis instintos y mi cariño, casi sin proponérselo y lo invadía todo con su calma y sosiego. La rutina, que en otras épocas había sido mi gran enemigo, caminaba a mi lado día tras día.
Creía en esa alianza, ciegamente, hasta que Natalia me dijo que se separaba. Lo decía sin acritud, sin pasión, ni ira. Me lo explicó todo tomando un café a la salida del trabajo. Luis, su marido, se había acomodado, se había olvidado de ella, de sus necesidades e inquietudes y había empezado a considerarla como un añadido más de la casa. Exactamente como el añadido que plancha, cocina y nunca dice nada.
–Creo que empezó a acostumbrarse a que trabajase dentro y fuera de casa y al polvo insípido de los sábados por la noche. Creo que, desde hace un par de años me confunde con el robot de cocina. No queda en él nada de aquella pasión, de aquella locura constante con que venía día tras día, al principio.
Sólo hicieron falta dos cafés más con Natalia, capuchinos, con un dedo de espuma y dos de azúcar, para que mi plácida vida sintiese moverse el suelo por debajo. Dos cafés y la venda cayó de un golpe. Arturo se había acostumbrado a mí y ya no luchaba por mantenerme junto a él.
Prueba, me dijo Natalia. Quita todas las respuestas automáticas, esas que no aportan nada y te dan una contestación para quitarte del medio. Ahora, quita también los besos en la frente, esos que ya nacen vacíos. También elimina los arrumacos y los cariños que no son sentidos, aquellos forzados y sosos. Bien, ¿qué te queda? ¿Cuándo fue la última vez que tu marido te dijo algo bonito desinteresadamente?
Noviembre de mil novecientos noventa y ocho.
Lo dejé. Dejé de sentir un cariño y un amor ciegos por él. Dejé de creer que mis instintos despertaban por un poco de sexo fácil y cómodo, un domingo por la mañana al mes. Dejé de creer que todo en él era calma y sosiego y empecé a darme cuenta que siempre había sido un vago y un conformista. Dejé de creer en una rutina común para empezar a sentir el abismo frente a mí.
Y, finalmente, le dejé un domingo por la mañana, después de un rato soso y aburrido de mal sexo.