«Estocolmo lo componen catorce islas», me dijo eme en el avión, de camino a la capital de Suecia y no me extrañó porque todo el vuelo había transcurrido sobre lagos. Más tarde descubrimos que la mayor parte del tiempo que pasamos en la ciudad, lo hicimos rodeados de agua o, directamente, sobre ella.
A pesar de estar construida a caballo entre la tierra y el agua, la ciudad es inmensa y cuenta con todo tipo de comodidades para moverse. Como no, las bicicletas siempre son la mejor opción pero, también hay metro, tranvía, autobuses y taxis. A pie, si uno está en buena forma física, puede ser la mejor alternativa.
Como es la ciudad más grande de todas las que íbamos a visitar en Escandinavia, decidimos pasar más tiempo allí que en ninguna otra y reservamos cinco días casi completos. Y mereció la pena. La primera noche, dimos un largo paseo hasta el final de la isla de la Ciudad Vieja (Gamla Stan) y, de vuelta al hotel, el Ayuntamiento aparecía especialmente brillante entre el agua y las nubes.
Gamla Stan es una pequeña isla, prácticamente peatonal, que merece ser recorrida de arriba a abajo unas cuantas veces. Así, entre lluvia, restaurantes de lo más variopinto y el museo de Alfred Nobel, uno se puede encontrar tiendas de souvenir, de juguetes o de discos y libros. Pasear por la mañana de un día laboral garantiza que todos los transeuntes sean turistas (mayoritariamente chinos) y hacerlo por la noche, es garantía de tranquilidad y sosiego.
En una ciudad (y un país) donde hace cincuenta años definieron la forma de hacer los pisos del resto de Europa, con sus ventanas, su pequeña terraza y algo de jardín para que jueguen los niños, absolutamente todo está ordenado y en su sitio. Tanto es así que me extrañó que las islas no estuvieran ordenadas alfabéticamente.
Tras la segunda Guerra Mundial, el partido que gobernó lo hizo durante cerca de cuarenta años y le dio al país el concepto de estado del bienestar que abanderan hoy. En los setenta, cambió el gobierno y el nuevo jefe se encargó de continuar con las ideas del anterior. Exactamente igual que en España, donde lo primero que se ven son las guadañas. Escuchamos esta historia en el barco turístico que rodea Estocolmo y, sobre la marcha, empezamos a pensar en pedir asilo.
Las islas más cercanas al centro de la ciudad tienen un cometido, una función. Al otro lado del museo de Historia Natural está Skeppsholmen, con el museo de Arte moderno y unas extrañas esculturas al aire libre que recuerdan vagamente a Curro, el de la Expo de Sevilla. Djurgarden, por el contrario, tiene un parque temático de casas suecas desde 1100 hasta 1850, un recinto con animales típicos del país, el museo del Vasa, un galeón que se hundió el día que lo botaron y que resulta inmpresionante y unos cuantos museos más. Gamla Stan, además, alberga el Palacio Real y el parlamento.
Como estaba previsto, caminamos mucho, recorrimos una gran parte de la ciudad a pie y degustamos algunas de las delicias locales, unos arenques crudos en varias salsas con sabor a Baron Dandy, que volvieron a conseguir que eme pusiera cara de asco durante una cena completa.
Aún así, para tratarse de una ciudad prácticamente desconocida y de la que apenas tenía referencia (ABBA no cuenta como tal), volvería para quedarme sin ninguna duda.