Estamos sin televisión, sin el aparato que dicen que es el opio del pueblo.
Instintivamente, cuando llegaba a casa, ponía la televisión, en un gesto rutinario con el que buscaba un poco de barullo, de ruido, acostumbrados como estamos a sentirnos rodeados de éste. También eran un clásico el pasarse las sobremesas aturdido frente a la caja tonta, esperando la hora de volver al tajo y maldiciendo por lo bajini el cambio de horario que me hizo renunciar a Los Simpsons (mis Simpsons) en favor de toda la mierda del corazón –lo he intentado, he buscado adjetivos y sinónimos para ese tipo de entretenimiento (no es ni periodismo), pero es demasiado complicado; lo que hechan por las tardes es, a todas luces, una mierda y como tal debe constar–.
Hace algunos meses, el diez de mayo, leía la noticia de que una asociación intentaba que se apagasen los televisores del pais durante un día y, aunque buena, me pareció utópica y poco creible porque, quien en su sano juicio, renunciaría al letargo de la sobremesa.
Pero aquí estamos, vivitos y coleando, dando mucha guerra a pesar de no tener televisión ni Internet, incluso ahora que mi hermanín se ha apuntado al carro de Timocable y será un naúfrago más ;). Y, curiosamente, no tenemos efectos secundarios malignos, no se ha caido el pelo ni nos hemos quedado atrapados en un silencio infinito, sin conversación ni ánimo. Al contrario, hablamos más y no discutimos acerca del programa que veremos, en cambio cocinamos y decidimos colores para paredes y muebles. Nada mejor que una desconexión para darse un pequeño toque de realidad.
Por cierto, ¿siguen poniendo telediarios?