«Le ordené a mi cabeza que silenciara por un rato la bronca. Y de repente pude irme bien lejos, a la infancia y a la adolescencia, a la época en que leer era lo único que me hacía feliz.
Los nueve libros que elegí son todas lecturas anteriores a mis veinticinco años. No creo que después de esa edad un libro te cambie la vida. Te puede cambiar la forma de pensar o de creer, pero no la vida. La vida es arcilla hasta los veinticinco. Después es piedra.»
Tiener razón Hernán Casciari (blog y video) en que, más allá de los veinte, veinticinco años, ningún libro te va a cambiar la vida porque ya no somos permeables. Simplemente nos hemos convertido en piedra.
Tiene gracia que, unos días atrás, estaba intentando hacer una lista, mental, con los libros que más me han influído y aunque la mayoría los recuerdo de cuando usaba pantalón corto por imposición, el último del que tengo constancia data de finales de los noventa. Justo en ese periodo de tiempo en que cambiamos de arcilla a piedra. Y aunque he leído muy buenos libros después de esa época, grandes clásicos incluídos, no consigo recordar uno porque haya me dejado profundas cicatrices. Como mucho, recuerdo algún que otro arañazo sin importancia.
Solía guardar en una libreta, que luego fue un fichero de texto, que cambió a un formato de notas antediluviano, que fue un fichero de Word, de StarOffice, OpenOffice y LibreOffice y que, finalmente, volvió a ser un fichero de texto, solía guardar citas, fragmentos, partes completas de aquellos libros que me dejaban tocado. Para estar en aquellas páginas no sólo tenía que revolverme las entrañas, tenía que desvelarme durante días, debía recordar un pasaje, el que luego copiaría con mimo, durante horas. Cada cierto tiempo volvía a repasar los fragmentos, recordaba las sensaciones que producían, releía con avidez aquellas palabras deseando, secretamente, ser capaz algún día de escribir así, de arrancarle el sueño a alguien con sólo unas cuantas palabras.
Dejé de escribir en aquella libreta a finales de los noventa. No sé el motivo real o, mejor dícho, no sabía el motivo real de aquel cambio pero ahora sí: los libros ya no me conmovían. Si, alguno conseguía que pensase en él antes de dormirme, otros me dejaban con una sensación extraña, conocida y añorada, pero ninguno contenía el paquete completo, el sentimiento de estar tocado durante semanas. Y empecé a pensar que era cosa mía, que de tanto leer me había vuelto un sibarita inconformista que nunca tendría suficiente, que buscaba una calidad que era incapaz de paladear. Si Casciari tiene razón, y yo creo que sí, el problema de volverse de piedra y saberlo, es que a partir de aquí los únicos libros que me cambiarán la vida son los que ya tengo archivados en esos ficheros de texto.