El dueño del Savoy, Ernie, me presentó a los muchachos, a esos tipos que se pasaban la mayor parte de su tiempo de libertad entre aquellas cuatro paredes forradas de tela roja y cuya biografía entraba en el canto de un libro de poesía, la clase de tipos duros que hacía lustros que habían sustituido los cereales del desayuno por la metralla de la cena y con los que sólo desearías tener una discusión por ver quien cede el paso a la entrada del retrete.
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