Hasta hace un año, los bancos casi te suplicaban que te llevases uno de sus créditos. Sirven para todo, decían, para comprar ese ordenador que te guiña el ojo desde un escaparate, para el cuatro por cuatro macarra y caro con el que tienes sueños húmedos cada noche o, si se tercia, para pagar la comunión hortera y de cuento de hadas trasnochadas de la niña. Sólo tienes que firmar aquí, aquí y aquí y jurarnos por Snoopy que serás bueno y nos devolverás la pasta más un pellizquito.
Hoy, con el viento de proa que hay, han decidido no prestarnos nuestro dinero. Así, en frío, suena feo pero es lo que hay. La idea es la siguiente: uno tiene la pasta, las tarjetas y los recibos en un banco, el Banco Jones, por ejemplo. Treinta años guardando cada moneda con los mismos señores, viendo como usan mi pasta para jugar al Monopoly sin poder decir ni mu y siendo cuidadoso con los descubiertos, los plazos y demás historias que tiñen de rojo el honor y el nombre. Pero llega el día en que les dices que les toca hechar un cabo, que ahora dios está apretando y necesito un crédito y, entonces, se miran el ombligo y te dicen que no. Es que hemos reconsiderado nuestras prioridades, el mercado no fluctúa, las gónadas me tiran de sisa, etcétera… Por eso nunca me terminaron de gustar los bancos, ni las aseguradoras, ni cualquier que, tras jugar con tu dinero durante un tiempo, te niegue la mayor.