Muy pocos son, sin embargo, los que recuerdan los nombres de aquellos cuya luz se vió eclipsada por los grandes astros. De todos, el nombre de Vinnie Lacosta brilló por méritos propios. Pertenecía a ese puñado de crooners que seducían a las mujeres del público empleando su voz asmática, un ojo estrábico y las tres primeras páginas de la autobiografía del Marqués de Sade. Era un tipo gris, sin dobleces que, sin embargo, consiguió un notable éxito actuando en los baños públicos de las ciudades donde Sinatra sólo paraba el tiempo necesario para llenar de gas el mechero y afilar el ala de su sombrero. Cuando el jefe quería contratarle para una gala, comenta Al, le envíaba una carta a la gasolinera de un cruce de caminos, en mitad del maldito desierto de Arizona.
El bueno de Vinnie era uno de esos cantantes intermitentes que nunca terminan de despuntar, quizá porque tenía la costumbre de acabar cada canción en una ciudad diferente. ¡Muchacho!, Vinnier era capaz de apurar el final de una canción en el patio de butacas, mientras en el puerta trasera del local su coche esperaba con el motor encendido y ese olor nauseabundo, tan típico de quien lleva suficiente sudor encima como para enseñar a nadar a las ladillas. La única vez que le vi en el Savoy, se quejaba amargamente de que, a los tipos como él, las mujeres le abandonaban un instante antes de perder la compostura y el tratamiento en los servicios del local.