La empresa matriz de mi empresa envía una vez por semana un correo electrónico con un concurso para los empleados, con una pregunta acerca de la compañía, con tres posibles respuestas y un premio más simbólico que otra cosa. Las preguntas casi siempre tratan sobre el apasionante mundo de las finanzas, los modelos de negocio o los trillones de millones de ganancias durante los últimos quince días. Con esos temas y mi propensión a huir de los números como del cañón de una pistola, la mayoría de esos correos terminaron «archivados en la P» (de Papelera). Además, durante el verano, los premios iban claramente orientados a su uso y disfrute en la playa y pudimos ver todo tipo de balones de playa, juegos magnéticos y toallas, nada realmente jugoso que justificase el envío de un correo con el intento. Porque una cosa es intentarlo pero… ¿qué sucede cuando ganas? ¿Cómo justificas ante tus compañeros que tú leíste el correo, enviaste la respuesta correcta y ganaste, por ejemplo, un magnífico juego de petaca con bonitos colores playeros. Se trata, ciertamente, de un escenario poco tranquilizador.
Pero la semana pasada, con el nuevo curso, la tendencia en los regalos cambió y empezaron por un disco flash de un gigabyte de capacidad. ¡Coño!, precisamente como el que estaba buscando y a un precio más asequible. No es mucha capacidad, pero para un apaño vale. Así que envié mi respuesta sobre la marcha y, como debí ser el único, gané el concurso. No sé qué demonios preguntaban, ni qué respondí, únicamente sé que era la respuesta B.
Esta mañana me ha llegado el disco y, aunque es un poco voluminoso, tiene el tamaño de una tarjeta de crédito, creo que no nos llevaremos mal.