teatro (y tres) – El sueño del mono loco
El sueño del mono loco Saliva, cinismo, locura, deseo…
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teatro (y tres)

A diez minutos del estreno, el director le dijo al regidor por el pinganillo que los actores, a escena. El regidor los situó en sus posiciones en los laterales del escenario, en las mangas, en las posiciones desde las que iban a salir a escena. Las mangas están a oscuras, con luces tenúes y bajas y protegidas de las miradas del público por largas telas negras que cuelgan de los peines, de las estructuras que sujetan las luces. A, que estaba situada en la manga izquierda me veía perfectamente dentro de la estructura, con la cara desencajada y a borde del ataque de ansiedad. Me hacía gestos y me mandaba besos que yo no veía porque en su dirección todo era oscuridad y sombras. Al final distinguí parte de su vestuario e intuí lo que hacía y pude responder. Me salió el mismo gesto que cuando sufres un ataque de apendecitis.

Llevaba veinte minutos sentado dentro de la estructura y mi único pensamiento era cómo coño salir de allí sin que se notase. Porque la situación me venía grande, porque sólo quería irme a casa, darme una ducha y dormir tres días seguidos. Porque llevaba sentado en aquella silla una eternidad, con el portátil en las rodillas, inclinado para no tensar los dos cables que lo unían a los proyectores, rodeado de hierros, una botella de agua, el guión, una chaqueta, la maleta del portátil y luchando por respirar despacio. Al circo que me rodeaba había que sumar unos espejos enormes, de más de dos metros de alto, que pusimos para ampliar la señal de los proyectores que era pequeña como un folio. Porque, amigos, el teatro es un lugar fascinante lleno de trampas visuales. Si quería escaquearme sin ser visto tenía que evitar el reflejo de los proyectores, los cables, la estructura metálica y a los actores que estaban en la oscuridad. Como veía que no era posible, me resigné a terminar la función.

Por megafonía, Reyes anunció que comenzaba la función y fundí la imagen a negro, o casi, porque Libreoffice no apaga los proyectores como otro software pensado para esas tareas sino que envía un montón de luz negra y esa , obviamente, se ve cuando la proyectas sobre una tela. El director enloquecía por el pinganillo (maldito invento) y, en mi único acto consciente aquella noche le susurré al micrófono que era eso o quedarse sin proyección. Mensaje captado pero habría que revisar para la siguiente función.

Mi guión, como el libreto de la obra, comienza con un niño que habla de su abuelo. Aquella noche no había niño, ni adolescente, ni nada y en su lugar salió Marta interpretando a una cubana salerosa. Ahí sí que me acojoné del todo. ¿Me habiá equivocado de obra? Si no tenía el guión adecuado, ¿cómo iba a saber cuando meter imágenes? Estaba enfrascado en esos pensamientos derrotistas cuando Marta dijo una frase que yo había leído un instante antes, buscando alguna coincidencia. Volví atrás, localicé la frase, seguí las dos o tres siguientes y respiré. El guión era el bueno. El director, un par de días después de darme el libreto decidió quitar al niño y sustituirlo por la cubana y aviso a todos los implicados. A casi todos.

De la obra poco puedo decir, los nervios, las altas posibilidades de cometer un gambazo enorme y, sobre todo, la presión de que algo tan grande salga mal por mi culpa me pudieron. Encorvado sobre el portátil, con el guión sobre el teclado y alumbrándome para leer con una linterna pequeña y mucho cuidado de no ser visto, me pasé la hora y media larga en tensión. Para que no me durmiese, si eso era posible, me di cuenta de que cada vez que bajaban la plataforma elevadora, media platea me podía ver. No sabía a ciencia cierta si se me veía porque iba de negro pero con una iluminación potente supuse que si y escondía la cara en las sombras que hacían los focos.

Y llegó el final. Sin muro pero con monólogo potente, con todos los actores y actrices en escena, cogidos de la mano frente al público. Como ya no había más imágenes y estaban tapando la estructura, decidí salir de aquella jaula. Apagué los proyectores tirando del cable (si, no es lo mejor si quieres que la lámpara dure), dejé el portátil sobre la silla/potro de tortura, conté hasta tres y pasé delante de un foco que proyectaba una potente luz roja sin importarme un carajo y me pelee con la tela lateral que cubría la estructura. Sandra, de caracterización me vió salir peleandome con todo y con la cara desencajada y me abrazó. Sé que dijo algo pero no pude oirlo, sólo tenía en mente salir del escenario y tumbarme en algún lugar. Había llegado hasta el puesto del regidor para entregar el pinganillo y, de pronto, el actor que estaba agradeciendo a quienes habíamos trabajado en la obra dijo mi nombre. «El guardian del muro y responsable de audiovisuales, Diego». Y me empujaron al centro del escenario. Y tuve que dar las gracias delante de un montón de gente. Y aplaudí. Y me escabullí en cuanto los focos apuntaron a otro.

Se había acabado y la vuelta a casa fue tranquila, hablando sin nervios, por fin y recordando escenas de la función. No recuerdo apenas nada más de aquella noche, sólo que dormí profundamente y que, tras tres días, descansé.

El domingo fuimos al teatro apenas dos hora antes de que empezase la función. El director y el co-guionista alertaron de los peligros del segundo día, de relajarse y de la autocomplacencia, con todo el mundo en escena, frente a las estructuras. Diez minutos antes de empezar reparé un zapato de tacón con cinta de embalar y un bote de pintura en espray y sujeté un imán de nevera con forma de rana a una camisa con unas bridas de fontanero.

Durante la función, más tranquilo esta vez, hubo un par de errores fruto de la relajación pero salió bastante bien. A mí, los técnicos del teatro me habían puesto una solución para evitar la proyección de luz cuando había que ir a oscuro. Básicamente era una caja de cartón, grande, sujeta al final de una caña de bambú que yo arrastraba hasta tapar completamente la lente del proyector, atrapando la luz y evitando que llegase al espejo y se reflejase en la lona. Baja tecnología al servicio de los agobiados.

En esta segunda ocasión tenía una silla para mi y otra para el portátil, había puesto los cables a los proyectores con mimo para que no sufrieran tirones ni desconexiones (las dos vueltas de cinta americana en cada conexión ayudaba 🙂 ), habían puesto tela negra para ocultarme del público cuando bajase la plataforma elevadora y hasta tenía una vía de escape de la jaula sin tener que pegarme con nada. Un lujo.

Esta vez sí pude disfrutar algo más del ambiente, de los nervios de las personas que salen a escena, algo realmente jodido, y ver el teatro con calma. Ayudé en cuanto pude y vi la cara de A durante la obra y, sobre todo, al terminar. Cuando cayó el telón los actores y actrices se abrazaron en el escenario, se felicitaron y se unieron en una piña. Fue bonito estar allí y ver que el esfuerzo que habían puesto había salido bien.

Como eran casi las diez de la noche y la gente del teatro quería irse a casa (no eran los únicos), recogimos a toda prisa y desmontamos todo el escenario. Me despedí de los técnicos de la casa, del teatro y hasta de las estructuras sabiendo que no volvería a pisar unas bambalinas por muchos bolos que tenga la obra.

Unos días después el director nos convocó a todos para comentar la experiencia y aprender de ella y, tras más de dos horas escuchando a todo el mundo, me tocó hablar. Comencé dándole las gracias a A por haberme metido en la obra, al director por la experiencia y le agradecía a unas cuantas personas su ayuda y su paciencia con un novato. Después lo solté: dimitía de todos mis cargos y obligaciones. Si volvía a un teatro sería para ver la obra cómodamente sentado en el patio de butacas.

El director, sardónico, aceptó mi dimisión con una sonrisa pero al despedirnos me abrazó y me susurró al oído que cuando el teatro te muerde estás perdido y que no aceptaba mi dimisión. Allá él. Tomé la decisión de dimitir el viernes por la noche, cuando no podía dormir abrumado por un montón de obligaciones autoimpuestas y decidí esperar a que todo hubiera acabado para decirlo, a pelear para que todo saliese bien. Me había comprometido en hacer mi parte y haría todo lo necesario para cumplir.

Han pasado dos meses completos desde aquellos días locos y no he cambiado de idea. Puede que el teatro me mordiese pero su veneno no contrarrestó a los nervios, la ansiedad y el trauma de ser el novato y permanecer en escena más tiempo que el actor principal. Sí, fue una experiencia enriquecedora que sacó de mi algo que no creía tener, una perseverancia y una voluntad que desconocía pero el precio fue demasiado alto. Y no acepto la excusa de que ahora que ya sé como funciona todo, será más fácil. Tendrán representaciones en varias ciuidades de Andalucía, habrá que montar de nuevo la estructura, las lonas, el muro, preparar iluminación, sonido, audiovisuales, caracterización, vestuario… Habrá que repetirlo todo en cada nuevo teatro y, sí, algunos pasos ya serán repeticiones pero la mayoría me temo que no. Supongo que me lo contará A, si tenía razón o no.

Como les dije a todos en aquella última reunión, me retiro del teatro en lo más alto de mi carrera.

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